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Proyecto Visión 21

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NOTA: Estos comentarios reflejan nuestros pensamientos y reflexiones sobre un cierto tema en el momento en que fueron escritos. Los comentarios no son nunca la versión final de lo que pensamos y pueden o no guiar nuestras acciones en nuestro trabajo profesional. 

COMENTARIOS SEMANALES

Más allá del umbral: Repensando el universo y repensándonos a nosotros mismos

 

En la intersección de la tecnología avanzada y la filosofía contemporánea se despliega una narrativa que redefine nuestra comprensión del universo y de nosotros mismos. 

Las recientes reflexiones de Shelly Palmer sobre el avance acelerado de los robots humanoides impulsados por inteligencia artificial nos invitan a cuestionar nuestra identidad y el papel que desempeñamos en un mundo cada vez más automatizado. 
 

Estos desarrollos tecnológicos no solo prometen transformar mercados laborales y tareas domésticas, sino que también desafían la esencia de lo que significa ser humano. 
 

La convergencia de modelos de IA más potentes, destrezas avanzadas y aprendizaje multimodal está llevando a los robots fuera de las fábricas y acercándolos a nuestra vida cotidiana. Proyectos como Gemini Robotics de Google DeepMind, que integran visión, lenguaje y acción, permiten a las máquinas realizar tareas complejas sin programación extensiva. 
 

Estas máquinas pueden doblar papel, destapar botellas y organizar objetos con una precisión impresionante. La colaboración con empresas líderes en robótica subraya un objetivo claro: hacer que los robots sean más capaces, útiles y accesibles tanto para negocios como para consumidores.
 

Este avance tecnológico resuena con conceptos filosóficos y científicos que cuestionan la naturaleza de nuestra realidad. La hipótesis del universo holográfico sugiere que nuestra percepción tridimensional podría ser una proyección de información bidimensional en los límites del cosmos. 
 

Esta idea, junto con la noción de que el universo podría estar contenido dentro de un agujero negro, nos lleva a reconsiderar la estructura misma de la realidad. Además, la propuesta de Nick Bostrom sobre la posibilidad de que estemos viviendo en una simulación creada por una civilización avanzada añade otra capa de complejidad a nuestra búsqueda de autocomprensión. 
 

En este contexto, la teoría del "futuro emergente" de Otto Scharmer adquiere relevancia. Scharmer plantea que el futuro no es una mera extensión del pasado, sino una realidad en constante formación que podemos influir mediante nuestra conciencia y acciones presentes. 
 

La integración de robots humanoides en nuestra sociedad no solo transformará la forma en que vivimos y trabajamos, sino que también moldeará nuestra evolución colectiva y la dirección que tomará nuestra humanidad.
 

La convergencia de estas ideas sugiere que no puede haber una nueva comprensión del universo sin una nueva comprensión de lo que significa ser humano. 
 

Sin dudas, las tecnologías nos llevan a cuestionar nuestra percepción del cosmos y nos impulsan a reevaluar nuestra identidad y propósito. Estamos en un punto de inflexión donde la tecnología, la filosofía y la ciencia se entrelazan, desafiándonos a expandir los límites de nuestra comprensión y a participar activamente en la co-creación de nuestro futuro compartido.
 

No estamos presenciando un conjunto de tendencias desconectadas, sino que nos encontramos ante un umbral donde la propia definición de la realidad y la humanidad está cambiando. El universo ya no es lo que pensábamos. Los humanos ya no somos lo que pensábamos.
 

Parece una alucinación, pero no lo es. Se trata de una invitación cósmica, una convocatoria a participar en la configuración de la realidad que está naciendo. ¿Responderemos a esa convocatoria?

 

Vivir en armonía con el devenir propio

El cambio (sea superficial o una transformación total) es una de las paradojas más desconcertantes de la existencia humana porque significa ser y no ser a la vez, dejar de ser para llegar a ser, vivir en el “entre” del “ya no” y el “todavía no”. 

Muchas veces vemos con claridad que otras personas deberían cambiar, pero nos resulta mucho más difícil reconocerlo en nosotros mismos. 

Este fenómeno es tan antiguo que ya hace dos mil años se advertía sobre él: en el Sermón de la Montaña, Jesús señalaba que tendemos a notar la paja en el ojo ajeno mientras ignoramos la viga en el propio (Mateo 7:3-5). No estamos hablando de religión, sino de la naturaleza humana: es más fácil analizar desde la distancia que desde dentro.

Hace 2500 años, Heráclito ya intuía esta tensión cuando afirmó que “todo fluye” recordándonos que el cambio es inevitable, pero no necesariamente fácil ni consciente. Los seres humanos tendemos a aferrarnos a lo familiar, incluso cuando eso implica permanecer en patrones que nos limitan o dañan.

Cuando alguien no cambia, ¿se debe a que no puede, no quiere o no reconoce que debe hacerlo? 

Hay casos en los que el cambio requiere más recursos, apoyo o habilidades de las que la persona posee en ese momento. Factores como el entorno, la educación, las experiencias pasadas e incluso la biología pueden limitar la capacidad de cambio. No es lo mismo pedirle a alguien que supere un trauma que pedirle que reorganice su agenda.

A veces, la resistencia al cambio proviene de una decisión consciente o inconsciente de permanecer en la zona de confort. Cambiar significa enfrentar incertidumbre, y el miedo a perder lo que se tiene—por más imperfecto que sea—puede ser más fuerte que el deseo de mejorar. También puede haber una ganancia oculta en no cambiar: mantener una identidad, evitar responsabilidades o preservar dinámicas que resultan convenientes.

Y a veces no reconocen que deben cambiar. No es que la persona sea obstinada o negligente, sino que su marco de referencia le impide ver lo que otros ven con claridad. Aquí entran en juego los sesgos cognitivos, la disonancia entre la autoimagen y la realidad, y el hecho de que pocas veces nos gusta cuestionar nuestras propias narrativas.

En nuestra época, vivimos en un mundo donde el señalamiento de los errores ajenos se ha convertido en una norma social, pero el trabajo de introspección profunda sigue siendo incómodo y poco incentivado. 

Sin embargo, el cambio no tiene por qué ser un esfuerzo individual ni un proceso solitario. John Vervaeke propone la idea de una ecología de prácticas: un conjunto de métodos interconectados (como la meditación, el diálogo socrático, la contemplación filosófica o la participación en comunidades de aprendizaje) que pueden ayudarnos a desarrollar nuestra percepción, reducir sesgos y expandir nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo. 

Como decía Heráclito, la realidad fluye y solo aquellos que aprenden a ser transformados con ella logran vivir en armonía con su propio devenir.

 

¿Qué podemos hacer cuando no podemos hacer nada?

Durante las últimas semanas, un creciente número de personas me ha preguntado con inusual (pero no inesperada) frecuencia qué podemos hacer en el contexto de un mundo y una sociedad con cambios tan profundos, constantes e inconsultos que literalmente nos desorientan y hasta nos paralizan. Y me lo preguntan a mí, como si yo tuviese una respuesta.
 

Para muchas personas, la necesidad de reflexionar surge, quizá por primera vez, porque nos toca vivir en este mundo volátil (cualquier conflicto puede estallar en cualquier lugar y en cualquier momento), impredecible (no se puede anticipar lo que va a suceder), complejo (lo que sucede en un lugar afecta a todo lugar) y ambiguo (nada es lo que aparenta ser).
 

Quizá la reflexión debe comenzar en el hecho de que siempre y en todo momento de nuestra vida estamos situados en un contexto histórico, cultural, social y lingüístico. Cuando ese contexto se mantiene estable y, por lo tanto, manejable durante un largo tiempo, lo consideramos algo tan natural que perdemos consciencia de que el contexto está allí. (Algo similar a lo que sucede cuando, por estar escuchando el ruido de la lluvia por mucho tiempo, ya no lo escuchamos).
 

El prominente y señero filósofo español José Ortega y Gasset lo decía de una manera magistralmente directa y sencilla: “Yo soy yo y mi circunstancia”. (Prólogo a Meditaciones del Quijote, 1914). Y agregaba inmediatamente: “Si no la salvo a ella, no me salvo yo”.  Pero muchas veces, en la cotidianeidad, ignoramos tanto la duplicación del yo como las circunstancias.
 

No es este el momento o el lugar de explicar la famosa frase de Ortega, por lo que solo diremos que solamente al volvernos conscientes de nuestra propia consciencia podremos tomar consciencia de la circunstancia, pero, a la vez, solamente por medio de las circunstancias tomamos consciencia de nosotros mismos. Se trata una inseparable y continua interacción.
 

A través de la relectura de Ortega por Humberto Maturana y Francisco Valera, las ideas filosóficas de Ortega, presentadas desde una perspectiva biológica y científica (cognición corporizada) influyeron fuertemente en las investigaciones neurocientíficas y fenomenológicas que realiza por John Vervaeke en la Universidad de Toronto. 
 

De hecho, la idea orteguiana de “circunstancia” parece expandirse en el concepto de “agente/escenario” (o “estadio”) propuesto por Vervaeke. Dicho de manera muy abreviada, para saber cómo actuar debemos saber en qué escenario estamos actuando. No podemos salir al campo de futbol vestidos de bailarines clásicos. El escenario define (aunque no totalmente) la manera en la que podemos actuar. 
 

Entonces, ¿qué podemos hacer en un el mundo actual? Primero, tomar consciencia de nuestra consciencia y de nuestras circunstancias. Segundo, adaptar creativamente nuestras acciones al escenario. Pero existe quizá un paso más: prepararnos para el futuro y no solamente para un futuro. 
 

El futuro no es el día después de hoy. El futuro es una expansión de la consciencia para acceder a posibilidades antes no pensadas o no vistas. Esa consciencia de lo posible nos permite estar listos para cualquier futuro, agradable o no. 

 

Engaño generalizado en la era digital: confianza, tecnología y la paradoja de las tecno-soluciones

El engaño generalizado no es algo nuevo. Hace 45 años, en 1980, el criptógrafo Gustavus Simmons introdujo ese concepto para describir escenarios donde se busca establecer una comunicación segura en un contexto de engaño intencional, continuo y extendido. Es decir, nuestra realidad actual. 
 

Originalmente, se trató de una preocupación técnica, enfocada en cómo proteger la información cuando “adversarios” buscaban interceptarla. En aquel entonces, el desafío del engaño generalizado se limitaba generalmente a contextos militares y de inteligencia, donde la confidencialidad y la autenticación eran cruciales.
 

Hoy, este concepto ha trascendido el ámbito de la criptografía para describir el mundo en el que todos vivimos: un ecosistema digital donde la desinformación no es una anomalía, sino la norma y donde la confianza es cada vez más frágil. De hecho, las tecnologías diseñadas para conectarnos son las mismas tecnologías que facilitan el engaño a una escala sin precedentes.
 

La información ya no se transmite simplemente desde fuentes confiables a receptores ya que ahora es filtrada, reformada y, a menudo, utilizada como “arma” por algoritmos que priorizan la interacción sobre la veracidad. 
 

Plataformas de redes sociales, que alguna vez se imaginaron como herramientas para democratizar el conocimiento, han amplificado el engaño al recompensar el sensacionalismo y la controversia. La desinformación se propaga más rápido que los hechos. Los sistemas de interacción en línea hacen que el engaño sea rentable, viral y difícil de corregir. 
 

En ese ambiente, la confianza en las instituciones, los expertos e incluso en la propia naturaleza de la verdad se ha erosionado. Y ahí surge una paradoja que define a nuestra época: si las nuevas tecnologías están desconectando a las personas entre sí y si permiten e incluso promueven el engaño generalizado, ¿por qué las soluciones propuestas casi siempre implican aún más tecnología? 
 

Para algunos, es algo práctico: la magnitud de la desinformación y el engaño digital supera la capacidad humana para su verificación. En una era donde la inteligencia artificial puede generar noticias falsas hiperrealistas, videos y documentos falsificados en minutos, ya no es posible que individuos o incluso instituciones verifiquen manualmente cada pieza de información que encuentran. En teoría, nuevas tecnologías deberían restaurar la confianza.
 

Sin embargo, esta dependencia de soluciones tecnológicas presenta sus propios desafíos. La confianza no es simplemente una función de la verificación, sino que es relacional, cultural y profundamente humana. Cuanto más delegamos en la tecnología, más nos alejamos de las formas orgánicas y comunitarias en las que históricamente se ha construido la confianza. 
 

¿Estamos atrapados en un ciclo donde cada solución profundiza aún más el problema?

El verdadero desafío no es solo tecnológico, sino filosófico. La revolución digital, aunque ha brindado un acceso sin precedentes a la información, ha fragmentado tradiciones, instituciones y relaciones personales, los antiguos orígenes de significado compartido, reemplazándolos con mediaciones algorítmicas. 
 

Si seguimos enmarcando cada crisis de confianza como un problema que más tecnología puede resolver, solo profundizaremos la desconexión con nosotros, con los otros, con el universo y con la divinidad, engañándonos así constantemente a nosotros mismos. 

Quedan pocas dudas del deterioro de nuestra capacidad de pensar y comunicarnos

Hace 170 años, el pensador y escritor estadounidense Henry David Thoreau se quejaba de aquellos países que se enfocan en resolver acuciantes problemas sin intención de modificar la manera de pensar que llevó a crear y perpetuar esos problemas. Thoreau creó entonces una expresión desagradable, pero descriptiva: el cerebro podrido. 
 

En la conclusión de Walden, escrito en 1854, Thoreau escribió: “Mientras Inglaterra se esfuerza por curar las papas podridas, ¿nadie se esfuerza por curar el cerebro podrido, que prevalece de forma mucho más extendida y fatal?” (traducción propia).
 

El influyente trascendentalista se refería a las “papas podridas” causadas por la expansión en Europa de un fungoide que infectó y destruyó las cosechas de papas durante ocho años (1845-1852), un evento conocido como Hambre Irlandés. 
 

Para Thoreau era (y sigue siendo) un despropósito preocuparse por curar las papas podridas sin preocuparse en absoluto por la decadencia intelectual y moral a la que él caracterizó como “cerebro podrido”. Más de un siglo y medio después, aquella frase adquirió una nueva vigencia en el contexto del impacto que la inteligencia artificial tiene en el cerebro humano. 
 

Tanto ha sido el uso reciente de “cerebro podrido” que la frase fue seleccionada a finales de 2024 por Oxford University Press como “la frase del año”. En estas primeras semanas del 2025, tres alarmantes estudios confirman que Thoreau tenía razón: debido a la IA y otras tecnologías, estamos perdiendo nuestra capacidad de comunicarnos adecuadamente y de pensar críticamente. 
 

Por ejemplo, un artículo, publicado en PlosOne y escrito por Lucas G Gago-Galvagno y colaboradores, analizó la interacción entre el uso de “pantallas” (teléfonos inteligentes, tabletas) en la temprana infancia y el desarrollo de las habilidades cognitivas de esos niños. Los investigadores concluyeron que existe una “asociación negativa” entre esos dos elementos. 
 

Específicamente, cuanto más tiempo pasan los niños pequeños frente a una pantalla, menos vocabulario adquieren y más tiempo tardan en progresar con el desarrollo de su lenguaje. Obviamente, el tema no termina allí porque lo mismo está sucediendo entre los adultos. 
 

En otro estudio, expertos de la Universidad Carnegie Mellon (en Pensilvania) y de Microsoft publicaron un artículo especializado en el que estudiaron el impacto de la IA generativa en el pensamiento crítico. 
 

Los expertos concluyeron que cuanto más confía una persona en la IA menos piensa críticamente esa persona porque menos confía en su propia capacidad de pensar por sí misma. Aún peor, dice el estudio, el uso acrítico de IA “cambia la naturaleza del pensamiento crítico” y lo transforma en mera “verificación de información”. 
 

Hace pocos días, Shelly Palmer, experto en nuevas tecnologías, argumentó en un artículo que la IA y los grandes modelos de lenguaje llevarán a “homogeneizar el pensamiento humano” al delegar en la IA toda “búsqueda, escritura y decisión”, eliminando la “fricción intelectual” que lleva a la innovación. “Nos olvidaremos de cómo pensar de manera diferente”, según Palmer.

El “cerebro podrido” no es una mera expresión desagradable. ¿Cómo será un mundo sin comunicaciones interpersonales ni pensamiento propio? Exactamente igual al nuestro. 

 

Los límites de mi biblioteca son los límites de mi mundo

A lo largo de la historia, nuestra comprensión del mundo ha crecido de manera extraordinaria, pero siempre ha estado limitada por lo que hemos elegido explorar. Así como las bibliotecas albergan el conocimiento acumulado por la humanidad, nuestras propias “bibliotecas”—ya sean libros físicos, recursos digitales o ideas que exploramos—definen cómo percibimos la realidad. Si dejamos de buscar nuevos conocimientos, corremos el riesgo de reducir nuestro mundo a lo que ya conocemos.

El tiempo, el conocimiento y un universo en expansión

El filósofo J.L. Schellenberg introduce la idea del tiempo profundo—el reconocimiento de que la humanidad aún se encuentra en su infancia intelectual. Así como la Tierra tiene miles de millones de años y la civilización humana es solo un instante en la historia cósmica, nuestra comprensión de la realidad todavía está en sus primeras etapas.

Podríamos asumir que ya entendemos las verdades fundamentales del universo, pero Schellenberg nos invita a pensar a largo plazo: si la humanidad sobrevive por millones de años más, ¿qué nuevas formas de pensamiento surgirán? ¿Qué verdades aún no hemos descubierto simplemente porque no hemos tenido el tiempo suficiente para encontrarlas?

Nuestro conocimiento actual no es la última palabra. Nos anima a adoptar una actitud de humildad y curiosidad—dos cualidades esenciales para el aprendizaje a lo largo de la vida. Si aceptamos que hay mucho más por conocer de lo que existe en nuestra “biblioteca” personal hoy, nos abrimos a crecer, descubrir y comprender el mundo de manera más profunda.

Hiperobjetos y el desafío de la comprensión

Expandir nuestro conocimiento no siempre es fácil. El filósofo Timothy Morton introduce el concepto de hiperobjetos—cosas de una escala tan inmensa que son difíciles, si no imposibles, de comprender completamente desde la perspectiva humana. El cambio climático, el internet y el tiempo profundo son ejemplos de hiperobjetos. Existen en dimensiones tan grandes que desafían nuestras formas habituales de pensar.

Sin embargo, el hecho de que algo sea difícil de entender no significa que debamos evitar aprender sobre ello. Los hiperobjetos nos desafían a expandir nuestras bibliotecas mentales—nos invitan a pensar más allá de nuestras experiencias inmediatas y a considerar la naturaleza interconectada de la realidad. Cuanto más aprendemos, mejor podemos navegar un mundo lleno de complejidad e incertidumbre.

Un compromiso con el aprendizaje constante

Si nuestras bibliotecas definen los límites de nuestro mundo, entonces expandir nuestro conocimiento significa expandir nuestro mundo. No se trata de leer cada libro o dominar cada tema, sino de mantenernos abiertos a nuevas ideas, buscar diferentes perspectivas y cuestionar nuestras propias suposiciones.

El universo está en constante expansión, tanto en un sentido literal como en términos de la comprensión humana. Así como los astrónomos descubren nuevas galaxias, los científicos revelan nuevas verdades y los filósofos refinan sus teorías, nosotros también podemos comprometernos con el aprendizaje continuo.

En un mundo que siempre está cambiando, la mejor manera de seguir creciendo y progresando es seguir aprendiendo. No permitamos que los límites de nuestras bibliotecas definan los límites de nuestro mundo.

El árbol digital oculta el bosque de la vida y la sabiduría

En el pasado no tan lejano se decía que plantar un árbol (junto con escribir un libro y tener un hijo) era una clara señal de la estabilidad y madurez de la personal que había plantado ese árbol porque indicaba una acción a largo plazo y sin esperar nada a cambio. Por eso, numerosas tradiciones espirituales y filosóficas han usado al árbol como una metáfora de la existencia.

Por ejemplo, Séneca (siglo 1 aec), en su Carta 12 a Lucilio, describe al paso del tiempo al mencionar que, al visitar su antiguo hogar, nota que aquellos árboles que él había plantado ya son “viejos” y con grandes ramas. Y en Sobre la providencia, compara a las personas resilientes con árboles capaces de soportar duras situaciones.

Aún más notable, en la Carta 33, Séneca compara la filosofía con un “bosque de ideas”, en el que cada pensador es un árbol. Otros filósofos y escritores (Aristóteles, Agustín de Hipona, Dante, Descartes, Spinoza, Goethe, Nietzsche, Heidegger, Deleuze, Coccia, entre otros) también han hablado de los árboles.

En una reciente columna, la filósofa española Ariadna Romans enfatizó que los árboles son (parafraseando) símbolos de la sabiduría inherente a la naturaleza y de una organización autónoma de la vida. Entonces el acto de cortar árboles es tanto un fenómeno ambiental como filosófico, es decir, el cambio en nuestra relación con el mundo, el tiempo y la trascendencia.

En ese contexto, el árbol es un símbolo del tiempo en su complejidad. A diferencia de la línea recta del progreso o del instante fugaz de nuestra época, el árbol es crecimiento acumulativo y despliegue simultáneo: une su pasado (raíces) con presente (tronco) y su futuro (ramas).

Al reducir el árbol a un mero recurso, estamos reduciendo el tiempo a un mero instante consumible, anulando la continuidad histórica y la proyección del futuro. Y nosotros mismos nos convertimos en “recursos humanos”.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han aporta otro elemento al hablar de la desaparición del “bosque simbólico” en nuestra era de “hipertransparencia” y sobreexposición. Sin “árboles”, el tiempo se nos hace plano, sin raíces ni sombras donde la memoria pueda protegerse y regenerarse. Sin memoria tampoco permanece la identidad.

Desde una perspectiva similar, el Profesor Shelly Palmer, experto en nuevas tecnologías, afirma en un reciente artículo que hemos “dejado de ver el bosque de la inteligencia artificial al ver solamente los árboles sintéticos”.

Dicho de otro modo, los árboles sintéticos no nos dejan ver el bosque de la IA. Pero el bosque de la IA tampoco nos permite ver sus árboles. En nuestra sociedad, la obsesión por lo inmediato nos impide ver la totalidad del cambio que estamos provocando en nuestra forma de habitar el mundo.

De allí la necesidad de una visión filosófica integral que no olvide ni al árbol ni al bosque, sino que los comprenda en su interconexión.

No sugiero regreso nostálgico a la naturaleza, sino una reconsideración de lo que significa ser humano en un mundo donde la naturaleza desaparece de la conciencia humana.

La inteligencia artificial sigue expandiéndose. Pero ¿qué pasa con nuestra inteligencia?

La inteligencia artificial ahora puede clonarse a sí misma, o por lo menos los grandes modelos de lenguaje pueden hacerlo, según un reciente estudio de la Universidad Fudan en China. Dado que la clonación de la IA no necesita intervención humana, los investigadores aseguran que, en poco tiempo y si el ciclo se repite, la IA superará la inteligencia humana.

Por mi parte, considero que nosotros, los humanos, nos estamos esforzando para que la IA no necesite mucho esfuerzo para superarnos. Con solo mirar lo que está pasando en el mundo actual (“mundo” tanto el sentido material y biológico, como espiritual y cultural) ya tenemos suficiente evidencia que nuestra inteligencia natural, lejos de expandirse, se está reduciendo.

Estos dos fenómenos (presentados de una manera extremadamente simplificada en los dos párrafos anteriores) parecen ser dos caras de una misma moneda, es decir, parecen estar tan interconectados que uno no puede suceder sin el otro y que cada uno retroalimenta las acciones del otro.

En una reciente entrevista, el actor argentino Fabián Vena, enfocado en unipersonales sobre filosofía, afirmó con gran certeza que “El pensamiento de uno no es el pensamiento de uno, sino de todo lo que uno ha sido influenciado,” agregando que “en definitiva, lo que está diciendo no es propio.”

O, como frecuentemente repetía uno de mis profesores de filosofía en la Universidad de Buenos Aires hace ya unas cuantas décadas: “Mis mejores ideas están en las cabezas de otros”.

Dicho de otro modo, como la neurociencia lo ha categóricamente demostrado durante el primer cuarto del siglo 21, nuestros pensamientos y nuestros procesos cognitivos en general no quedan confinados a una mente individual, sino que incluyen redes personales, tecnologías, y todo aquello que usamos para aprender y para comunicarnos, ahora y en el pasado.

Ese proceso de asimilación, integración y apropiación de los pensamientos de otros, en general inconsciente, no solamente nos hace pensar lo que pensamos, sino que también crea la ilusión de que esos pensamientos son nuestros pensamientos, cuando en realidad estamos solamente regurgitando lo que otros pensaron.

Hace un siglo, Alfred Whitehead sostuvo que el pensamiento “occidental” es solamente un nota a pie de página del pensamiento de Platón. Y Werner Heisenberg afirmó que la física cuántica está “extremadamente cerca” de lo que ya había pensado Heráclito hace 2500 años. Ahora, reciclamos memes de influencers y ya nos damos por satisfechos.

En pocas palabras, los algoritmos han colonizado nuestra mente y ya no pensamos, sino que solamente calculamos. Y eso es exactamente lo que hace (por lo menos hasta ahora) la IA: calcular. Pero la IA carece de la dimensión vivencial, existencial e imaginativa de los humanos.

Si la IA puede duplicarse a sí misma y va en camino a superar la inteligencia humana, eso se debe a que nosotros hemos delegado en la IA el aspecto calculador de nuestra inteligencia y lo hemos hecho de tal manera que, luego de delegarlo, lo hemos adoptado no solamente como propio, sino como la única forma de pensar.

Ahora aprendimos cómo llegar sin pensar, pero ya no conocemos el camino

Hace dos milenios y medio, el filósofo griego Heráclito indicó que “El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo” (fragmento B60), hablando de esa manera simultáneamente de la unidad de los opuestos, del cambio cósmico y del ascenso a la sabiduría y el descenso a la ignorancia, porque el mismo mecanismo que nos permite conocer nos lleva al autoengaño.

Esa temprana enseñanza filosófica vino a mi mente al leer algunos estudios recientes (por ejemplo, en Nature y en Scientific American) del impacto negativo que el uso del navegador satelital (GPS, en inglés) tiene en los humanos al reducir nuestra capacidad de navegación y de orientación al disminuir nuestra memoria espacial y nuestra habilidad cognitiva.

La razón, según los expertos, es que el uso excesivo del GPS causa una disminución y, en casos extremos, pérdida de nuestros mapas cognitivos, es decir, las representaciones espaciales y las imágenes mentales que creamos de nuestro entorno para navegarlo y comprenderlo. De hecho, esas estructura mentales son necesarias para orientarnos.

Sin dejar de reconocer todos los innegables beneficios del GPS, uno de los problemas es que, al dejar de usar nuestros mapas cognitivos, la única alternativa que se nos ofrece es acostumbrarnos a cumplir con las órdenes del GPS: “En 200 metros, dobla a la derecha”. Y algunas personas cumplen con esas órdenes tan ciegamente que terminan en situaciones incómodas o peligrosas.

Además, perdemos el contacto con el ambiente en el que navegamos porque ya no tenemos que prestar atención a edificios, monumentos u otros elementos que de otra manera nos indicarían dónde estamos y cómo proceder para llegar a nuestro destino. En otras palabras, nos hemos transformado en navegadores pasivos, tanto en las calles como en la vida.

Aunque esta reflexión parezca teórica y hasta exagerada, recientemente una persona conocida me contó que ella va desde hace dos años casi a diario a visitar a su hija, quien vive en otra ciudad. A pesar de los numerosos viajes entre su casa y la casa de su hija, esta persona me dijo que ella no podría llegar de un destino al otro sin usar el GPS.

“Sé cómo llegar, pero no conozco el camino”, expresó. Respetuosamente reinterpretando sus palabras, podríamos decir: “Sé cómo llegar a mi destino siguiendo la guía del GPS, pero no sé cómo llegar por mí misma.” O, de otra manera, el camino transitado permanece desconocido. Y en la vida misma nos pasa lo mismo.

Por más que el camino hacia arriba y hacia abajo, hacia adentro y hacia afuera, hacia el átomo y hacia el universo sean el mismo (Heráclito), y por más que el camino de mil kilómetros comience con un solo paso (Lao Tzu), desconocer el camino recorrido significa desconectarse de uno mismo y de los procesos universales, de la unidad de los opuestos y del camino de la vida.

Hace poco más de un siglo Antonio Machado nos enseñó que “Se hace camino al andar”. Ahora, nos hemos olvidado hasta de caminar.

Guardianes de los umbrales y encrucijadas: Jano, Hermes y Hécate en tiempos de cambio

En la antigüedad, al igual que en la actualidad, las transiciones tenían una profunda importancia tanto en la vida personal como en la vida social. De hecho, las transiciones eran tan significativas que en el panteón grecorromano existían tres dioses, Jano, Hermes y Hécate, que custodiaban las transiciones.

Cada una de estas deidades tradicionales encarna aspectos únicos del cambio, la liminalidad y el paso de un estado a otro, ofreciendo ideas atemporales sobre cómo navegar tiempos de incertidumbre, tanto hace milenios como en la actualidad, en el siglo 21. En una era de rápidas transiciones globales, volver a estas figuras antiguas puede inspirarnos a encontrar nuevas maneras de comprender y enfrentar los cambios constantes e inevitables.

Jano, un dios netamente romano, es quizás la figura más emblemática de las transiciones. Representado con dos caras, Jano mira simultáneamente al pasado y al futuro, simbolizando el umbral entre lo que ha sido y lo que está por venir. Estaba presente en el inicio de nuevas empresas, el comienzo del año, la fundación de ciudades o el comienzo de un viaje.

Su papel como dios de las puertas y los umbrales lo convirtió en una figura central de la vida religiosa y cívica romana, enfatizando la importancia de la reflexión consciente al pasar de una fase a otra.

Hoy, Jano nos recuerda la necesidad de una perspectiva dual durante los tiempos de transformación. Su doble mirada nos alienta a honrar la sabiduría del pasado mientras abrazamos con claridad las posibilidades del futuro.

Hermes (Mercurio) era un dios polifacético asociado con los viajes, la comunicación y el comercio. Sin embargo, uno de sus roles más significativos era el de guía para las almas que transitaban de la vida al más allá. Hermes cruzaba límites con facilidad, moviéndose sin esfuerzo entre reinos, ya fueran físicos o metafísicos.

Esa fluidez lo convirtió en un símbolo de adaptabilidad e ingenio, cualidades esenciales en momentos de transición. En un mundo moderno, cada vez más interconectado y a menudo polarizado, Hermes nos invita a actuar como puentes entre grupos, culturas e ideas dispares.

Su capacidad de adaptación nos inspira a navegar las complejidades de la vida moderna con gracia, facilitando una comunicación significativa y una colaboración en un panorama global definido por cambios rápidos e impredecibles.

Hécate, la antigua diosa griega de las encrucijadas, la noche y la magia, completa este trío de figuras transicionales. Hécate estaba profundamente asociada con lo liminal, esos espacios y momentos que existen entre estados o identidades definidos.

Como guía a través de lo desconocido, era particularmente venerada en tiempos de incertidumbre y toma de decisiones. En un contexto del siglo 21, el papel de Hécate como protectora de quienes navegan territorios inexplorados resulta especialmente relevante.

Mientras enfrentamos crisis y transiciones globales (ya sean ambientales, tecnológicas o sociales) estos dioses nos enseñan a honrar las transiciones como algo sagrado, a actuar con atención plena y adaptabilidad, y a abrazar la incertidumbre como un espacio de potencial. Nos beneficiaría y ayudaría aprender sus lecciones atemporales.

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