En una reciente entrevista, la filósofa Carissa Véliz expresó que la inteligencia artificial “no busca la verdad”, explicando que la IA es “generadora de respuestas estadísticas” y, como consecuencia, genera “verosimilitud”, es decir, algo creíble, aceptable y hasta realista, pero sin consideración de la verdad.
Véliz, méxico-española y profesora en el Instituto de Ética de IA en la Universidad de Oxford, afirmó que las IA “No están entrenadas para pensar ni, por tanto, conocer sus propios límites de conocimiento”, lo cual causa una profunda preocupación porque muchas personas aceptan la información creada por la IA sin preocuparse si es verdadera o falsa.
Obviamente, en el contexto actual, la creación de noticias falsas y de imágenes falsificadas se ha hecho tan común que, más que un problema, ya se considera como algo que forma parte de la vida cotidiana y que espera que no nos suceda a nosotros al navegar en Internet o las redes sociales, de la misma manera que salimos a manejar a pesar de los accidentes de tránsito.
Pero la aceptación acrítica de la verosimilitud sin cuestionar su veracidad no nace en siglo 21, aunque las nuevas tecnologías han llevado esa actitud a nivel históricamente sin precedentes, provocando una situación en la que “todo es igual, nada es mejor”, como decía el tango Cambalache, subrayando que “lo mismo un burro que un gran profesor”.
Es verdad que en nuestra época siempre tenemos una pantalla frente a nosotros diciéndonos qué pensar y, más importante aún, que no pensar. Pero, desde cierta perspectiva, ese apego a lo verosímil, a lo ilusorio, a lo meramente aparente es tan antiguo por lo menos como nuestra cultura occidental, ya que separar la ilusión de lo real fue una de las primeras tareas a las que se dedicó la filosofía hace poco más de dos milenios y medio.
A lo largo de la historia, existen muchos ejemplos de la incapacidad humana de distinguir entre ficción y realidad y, simultáneamente, de apegarse a la ficción dejando de lado toda verdad. De hecho, ya Heráclito lamentaba que los seres humanos viven “dormidos”, sin ni siquiera tomar consciencia de sus propias vidas.
Más cerca en el tiempo, cuando los hermanos Lumière presentaron en 1895 el cortometraje “La llegada de un tren a la estación La Ciotat”, algunos miembros de la audiencia, desacostumbrados a ver imágenes móviles realistas, entraron en pánico pensado que el tren de la pantalla los arrollaría en la vida real.
Y no nos podemos olvidar del 30 de octubre de 1938, cuando la dramatización por Orson Wells de La Guerra de los Mundos provocó, por su verosimilitud, pánico entre oyentes que realmente creyeron que los marcianos estaban invadiendo New Jersey.
En definitiva, si la IA prefiere la verosimilitud por sobre la verdad es porque la IA es una creación nuestra que refleja (muy bien) nuestra creciente indiferencia a la “verdad”, al punto que la entrecomillamos para relativizarla como parte de nuestro hipernarcisismo. Por eso, tanto lo verosímil como lo inverosímil nos cautiva y atrapa.