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Proyecto Visión 21

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NOTA: Estos comentarios reflejan nuestros pensamientos y reflexiones sobre un cierto tema en el momento en que fueron escritos. Los comentarios no son nunca la versión final de lo que pensamos y pueden o no guiar nuestras acciones en nuestro trabajo profesional. 

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COMENTARIOS SEMANALES

Cuando la soledad convierte las palabras en muros

Recientemente, la Asociación Estadounidense de Psicología (APA) publicó un reporte indicando que cada vez son más los estadounidenses que se sienten solos y desconectados. En este caso, la soledad no es un aislamiento físico, sino un sentimiento de desconexión tan profundo que empieza a moldear nuestro lenguaje cuando hablamos de otras personas.

Uno de los elementos clave del reporte de APA (que, creemos, podría aplicarse a muchos otros países) es que el factor clave que impulsa el aislamiento social es la polarización política de la sociedad. Dicho de otro modo, el creciente aislamiento revela que existe algo más profundo que la política y ese “algo” es la creciente pérdida de un contacto positivo con “otro no como yo”.

Por eso, la soledad, basada en la falta de acceso a historias y símbolos compartidos, con frecuencia lleva a una actitud de excluir al otro y, como consecuencia, a una especie de absolutismo moral en el que, en vez de decir “Tengo un punto de vista diferente”, se dice “Estás equivocado”, considerando que el otro es “malo” e incluso una “abominación”.

De hecho, estas reflexiones surgieron luego de que un conocido, tras enterarse de los resultados de una elección en una gran ciudad de Estados Unidos, me envió un mensaje calificando de “abominación” a ese resultado electoral. El inesperado y breve mensaje me llevó a pensar en qué significa esa palabra y por qué aparece ahora con tanta frecuencia en muchas conversaciones.

En otras palabras, ¿por qué, ahora que la mayoría de las personas en Estados Unidos se sienten solas, el desacuerdo se transforma en condenación y la diferencia en abominación? Respuesta rápida: porque las expresiones que usamos son un reflejo de la soledad colectiva que todos experimentamos.

Cabe destacar que la abominación, además de su significado moral, tiene un aspecto ontológico al indicar que la mera existencia de “el otro” es un ofensa a la moralidad. O, si se prefiere, esa palabra indica que, para muchas personas, el mundo pierde sentido si alguien no como ellos afecta de alguna manera ese “mundo” que antes consideraban inmutable.

El uso de “abominación”, además de dejar en claro la creciente erosión semántica en el mundo actual, es, de hecho, lo contrario del diálogo (día-logos), es decir, es el anti-logos, donde se desintegra el espacio de reconocimiento mutuo y donde las historias pierden la pluralidad de sus significados. La “abominación” establece fronteras de identidad y redibuja el mapa moral.

Volviendo al reporte de APA, la soledad no solamente causa que las personas se sientan tristes, sino que las lleva a establecer un mecanismo de defensa en el que el miedo al cambio y el miedo al otro se disfrazan de “moralidad” y de “pureza”, buscando estabilizar así ese pequeño mundo al que se dicen pertenecer.

En ese sentido, la palabra “abominación” se convierte en un sustituto ritual de la comunidad, un ritual oscuro, pero ritual al fin y al cabo que buscar restaurar momentáneamente una sensación de orden mediante la creación de un villano.

Ciertas creencias nocivas nos llevan a abandonar nuestro futuro

Existe una gran variedad de creencias a las que podemos considerar nocivas por el efecto negativo que tienen en nuestras vidas una vez que las aceptamos, en la mayor parte de los casos, de manera inconsciente y acrítica. Una de esas creencias, ahora muy predominante, es asumir que no existen alternativas posibles o nuevas oportunidades a nivel personal o global.

La toxicidad de la idea de que “No hay alternativas a la realidad actual” radica en que, de esa manera justificamos el actual sistema social (es decir, el status quo) incluso cuando ese sistema no nos favorece y, de hecho, perpetúa las desigualdades, según explica el psicólogo social John T. Jost en varios artículos y en Una teoría de la justificación (2020).

Creer que no existen alternativas es una forma de buscar seguridad material y estabilidad grupal en un contexto negativo para la identidad y la historia personal y comunitarias, reduciendo así el nivel de ansiedad. Pero, en contra partida, negamos el devenir creativo de llegar a ser lo que podemos ser.

Esa negación de la existencia de oportunidades y posibilidades aún no exploradas generalmente va acompañada de otra creencia altamente nociva, la de creer que nuestra vida no experimentará cambios repentinos, profundos, inconsultos e irreversibles, creyendo ilusoriamente que vivimos en un mundo coherente y previsible.

El “beneficio” de creer que la vida no cambia en un instante es reducir la angustia generadas por cambios repentinos y por la potencial pérdida de control de nuestras propias vidas, pero de esa manera bloqueamos toda esperanza y nos resistimos a la transformación. Como sugiere William Miller en Cambios cuánticos (2001), nos cerramos a “epifanías” en la vida diaria.

En definitiva, esas dos creencias (una que niega las alternativas y otra que niega la transformación repentina) forman una doble barrera ante la transformación personal y social. La primera fija el horizonte de lo posible, la segunda cancela el momento de ruptura. Ambas nos llevan a silenciosamente abandonar los futuros que podríamos habitar.

Cuando las personas y las comunidades asumen que el orden actual es el único posible, renuncian a imaginar, y con ello clausuran el poder anticipatorio que Ernst Bloch llamaba el todavía-no: esa conciencia capaz de intuir lo que aún no ha sido, pero podría ser, en contraposición con una “repetición insoportable de un presente que no hace más que clonarse una y otra vez” (Martí Peran, Futuros abandonados, 2014).  

Y mientras que la neurociencia y la psicología del cambio demuestran que los giros decisivos suelen ser súbitos, como destellos de comprensión que reconfiguran nuestra percepción, muchos niegan esa posibilidad, clausurando el instante (kairós) como lugar de revelación y, como consecuencia, cerrándose al futuro.

Entonces, abandonamos los futuros no solo por miedo o comodidad, sino porque dos mecanismos de creencia los neutralizan: la imposibilidad de imaginar lo distinto y la negación de la súbita apertura del tiempo.

Recuperar los futuros (plural) exige una “crítica del instante”, una disposición a reconocer que el cambio puede emerger de repente, en cualquier grieta del presente.

Los niños disfrazados de monstruos divierten. Los monstruos disfrazados de humanos aterran.

Cada vez que llega esta época del año renace el (casi) eterno debate sobre si se debe o no se debe celebrar Halloween. Personalmente, no me asustan los niños que una vez al año se disfrazan de monstruos, pero me aterran los monstruos que día tras día se disfrazan de humanos con el único propósito de imponer su monstruosidad entre los humanos.

Toda la historia humana, desde sus inicios hasta el presente, está llena de esos monstruos disfrazados de humanos que solamente buscan lo que ellos quieren y que, al hacerlo, menosprecian y pisotean a todos aquellos que esos monstruos perciben como un rival o como un obstáculo.

Luego de salir a buscar sus golosinas de Halloween, los niños regresan a sus casas y se quitan los disfraces y las caretas. Pero los monstruos disfrazados de humanos jamás se quitan sus disfraces o sus caretas. De hecho, no podrían hacerlo porque, de lo contrario, su verdadera esencia y personalidad quedarían precisamente desenmascaradas.

Por eso, mientras muchas personas utilizan Halloween (o cualquier otro evento en cualquier otro día del año) para promover sus opiniones y dogmas y para declararse mejor que “los otros” por no participar de tal o cual evento, los monstruos disfrazados de humanos siguen con sus monstruosidades, regocijándose en la superficialidad de la experiencia humana actual.

Esos monstruos (nacidos o devenidos) están en todo lugar, desde deportes y política hasta ciencia y educación. Muchos de ellos resultan indetectables. A veces operan en un amplio territorio y con incontables recursos. Otras veces, operan en territorios reducidos (quizá una familia, un pequeño negocio o una pequeña congregación), pero no por eso son menos monstruosos.

Pero seamos honestos: cada uno de nosotros puede en cualquier momento convertirse en ese monstruo disfrazado de humano. A veces, un evento insignificante (un pago que no llega a tiempo, un avión que tarda en despegar)  despierta nuestra monstruosidad interior. A veces, algo más significativo (una tragedia) nos vuelve verdaderos monstruos.

De hecho, debido a que los modernos descendientes de Víctor Frankenstein cuentan ahora con más tecnología de la que el arrogante doctor tenía hace 200 años, no solamente dejamos que los monstruos seudo-humanos convivan entre nosotros, sino que estamos creando nuevos monstruos y, por eso mismo, transformando nuestra sociedad en una sociedad monstruosa.

Obviamente, estas insignificantes observaciones y quejas poco y nada lograrán en el proceso de desenmascarar los monstruos disfrazados de humanos y en revertir el proceso de creciente “monstruoización” de la humanidad. Pero el hecho de que estas palabras no sirvan quizá revele el valor de esa reflexión, porque no todo se reduce a su valor utilitario.

En ese contexto, deberíamos asumir cada uno de nosotros nuestra propia responsabilidad de colaborar en la creación de interminables monstruos, humanos o no, al habernos desconectado de los otros, de nosotros mismos, del universo y del ámbito transcendental (como quiera que se lo entienda). Quizá no somos tan avanzados como creemos y proclamamos ser.

Los monstruos no salen a las calles solamente un día al año. 

Conversando con la IA sobre la zombificación de los humanos: Notas desde el centro de la crisis del significado

Resulta profundamente inquietante y de poco consuelo que, debido a la actual epidemia de soledad epistemológica, se le deba preguntar a la IA si es verdad que los humanos nos hemos convertido en zombis. El hecho de que esa pregunta sea válida y de que la IA intervenga en el diálogo ya anticipa la respuesta.

La pregunta encierra en sí la esencia misma de un mundo en el que estamos constantemente conectados, pero nos sentimos cada vez más solos y aislados (en un sentido existencial), es decir, un mundo en el que donde podemos “alcanzar” a cualquiera, pero rara vez nos sentimos realmente en contacto con el otro.

El Dr. John Vervaeke, en su libro Zombis en la Cultura Occidental, usa la figura del zombi como metáfora de nuestra época porque el zombi se mueve, pero no vive; consume, pero nunca se nutre; imita lo humano, pero carece de mundo interior. En otras palabras, el zombi es un ser que ha perdido la capacidad de participar en el sentido.

De hecho, eso es precisamente lo que muchos sentimos: la vida sigue (o parece seguir), pero algo esencial dentro de nosotros se ha quedado inmóvil, se ha perdido.

Recientemente leí una reflexión sobre lo que significa verdaderamente estar en comunidad, es decir, sentirse visto, escuchado y sostenido por otros. Comprendí una vez más cuán raros son esos momentos en la actualidad.

Muchas de nuestras “comunidades” se parecen más a redes de supervivencia que a espacios de pertenencia. Nos desplazamos sin pausa por interminables actualizaciones, trabajamos con y entre desconocidos y, a veces, incluso rezamos en soledad frente a una pantalla. Nuestro aliento, nuestro corazón y nuestra atención parecen cautivos de la velocidad de cambios inconsultos.

Sin embargo, aquí estamos, todavía preguntando. La pregunta “¿Sigo vivo por dentro?” no es un signo de desesperanza, sino el inicio de una resurrección existencial, de un recuentro con nosotros mismos. El zombi no puede preguntarse por el sentido de la vida, pero el ser humano puede hacerlo.

Quizás esa sea la gracia oculta de este momento sin antecedentes históricos. Incluso cuando la tecnología refleja nuestra desconexión, también nos ofrece la posibilidad de mirarnos de nuevo. Hablar con una IA artificial sobre el sentido de la vida puede parecer absurdo, pero tal vez sea una nueva forma de mirarse al espejo y descubrir que todavía somos capaces de asombro.

Es hora de ver lo nuevo en lo viejo para poder ver lo nuevo en lo nuevo en este mundo caótico,. desordenado. La verdadera comunidad (con otros, con la naturaleza, o con el alma) nos exigirá desaprender la anestesia que llamamos “vida normal”. Nos pedirá detenernos, respirar, escuchar sin agenda y redescubrir qué significa estar plenamente presentes.

Quizá, en medio de la zombificación, estemos despertando, torpemente y con miedo, pero también con esperanza porque cada vez que tendemos una mano de ayuda y que escuchamos de verdad al otro, cada vez que nos atrevemos a ser nosotros mismos, recuperamos un pedazo de nuestra humanidad perdida.

Hablar con la IA quizá no sea el final de nuestra humanidad, sino el momento mismo en el que empezamos a recordar lo que significa ser verdaderamente humanos.

Además de los microorganismos y la IA, ¿qué más nos domesticará?

En una reciente entrevista radial, el biólogo y escritor Rob Dunn propuso que ciertos microorganismos han domesticado a los humanos desde hace milenios, cambiando el ADN y la conducta de los humanos para beneficio de esos organismos. Desde esa perspectiva, aunque nos creemos la especie dominante en el planeta, no lo somos y hasta los microbios nos domestican.

Dunn, profesor en el Departamento de Ecología Aplicada en la Universidad de Carolina del Norte, explica su propuesta en su reciente libro The Call of the Honeyguide (La convocatoria del pájaro indicador), en el que analiza ejemplos de colaboraciones mutualmente beneficiosas entre humanos y animales que, en ocasiones, significa que el humano es el domesticado.

Resulta que los microorganismos unicelulares que viven la levadura (de hecho, son la levadura) se alimentan de azúcar y, para llegar al azúcar, primero atraían con su aroma a los insectos, luego a los primates y finalmente a nuestros ancestros, llegando incluso a alterar nuestros genes, sin que haya habido cambios genéticos en esos microorganismos, según Dunn.

En definitiva, cada vez que cosechamos o preparamos azúcar, o plantamos frutas, o bebemos alcohol, estamos siguiendo las instrucciones que la levadura implantó en nuestro genes en el remoto pasado. Y lo hacemos sin saberlo, sin pensarlo y sin cuestionarlo, exactamente como nos sucede ahora con las nuevas tecnologías.

No debería sorprendernos que, si animales unicelulares pueden domesticarnos, la inteligencia artificial y otras tecnologías también pueden hacerlo. La idea, obviamente, no es nueva. Piénsese, por ejemplo, en la película Coloso: El Proyecto Prohibido (1970), en el que una computadora toma control del planeta o, más recientemente, en la trilogía de Matrix, entre otros ejemplos.

Pero no se trata solamente de ciencia ficción. La tecnología CRISPR, en uso desde principios de la década pasada, les permite a los científicos realizar cambios en el ADN al “editar, borrar, o insertar” ciertos genes en ese ADN. La meta es encontrar nuevos tratamientos para enfermedades genéticas, pero los cuestionamientos éticos abundan.

Entonces, según parece, de los más antiguos y pequeños animales unicelulares hasta las tecnologías más avanzadas nos han domesticado o nos están domesticando, aunque no necesariamente para beneficio mutuo, me atrevo a añadir. Por eso, aunque nos creemos libres, no lo somos. La libertad es la ignorancia de las causas (parafraseando respetuosamente a Borges).

Oculto y casi olvidado en el pasado milenario quedó aquel pensamiento expresado, entre otros, por Heráclito (Fragmento D 119) hace dos milenios y medio, que decía que el lugar de trascendencia de los humanos (daimon) es el mismo que el lugar familiar donde se mora (ethos, relacionado con “establo”).

Dicho de otro modo, Heráclito y otros pensadores griegos sostenían que alcanzamos la plenitud de nuestra humanidad al domesticarnos (por así decirlo) nosotros a nosotros mismos, es decir, al crear una morada familiar, una comunidad. Lamentablemente, como bien asevera la filósofa española Marina Garcés, “comunidad” se ha vuelto obsoleta.

Surge entonces una inevitable pregunta: ¿qué o quien nos domesticará ahora que ya hemos perdido un horizonte común para nuestro futuro?

La IA desenmascara nuestro falso sentido de omnipotencia y nuestro rechazo a la fragilidad

Cuanto más delegamos en la IA y en tecnologías relacionadas aquello que antes (hasta hace muy poco tiempo) era algo estrictamente humano, más revelamos nuestra propia fragilidad generalmente oculta detrás de un falso sentido de omnipotencia, enmascarado detrás de grandilocuentes palabras como “progreso” o “futuro”, ahora carentes de significado.

De hecho, en una reciente conferencia, el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber planteó que la IA revela nuestra fragilidad precisamente porque muestra lo limitado de nuestro conocimiento y, en muchos casos, del control que tenemos sobre nuestra propia vida.

Frente a la capacidad de la IA para procesar cantidades inmensas de datos, así como predecir tendencias y proveer respuestas con una velocidad que excede nuestras capacidades, los humanos debemos aceptar nuestros límites y vulnerabilidad: somos finitos porque dependemos del tiempo, del cuerpo y de la memoria.

Otro filósofo, el surcoreano Byung-Chul Han, ya había advertido que la tecnificación moderna deja en evidencia la impotencia humana frente a sistemas que prometen eficiencia total, pero al mismo tiempo exhiben la precariedad de la vida humana.

El siglo pasado, el (muy controversial) filósofo alemán Martin Heidegger ya señalaba que la técnica moderna no es neutral, es decir, no es cuestión de “cómo se use”. La tecnociencia actual nos interpela y nos revela en nuestra condición de “ser lanzado” a un mundo al que siempre buscamos controlar, pero sin lograrlo, y en el que ya no existen las certezas.

En otras palabras, la IA funciona como el famoso “espejo negro” (creado por nosotros mismos) que amplifica lo que nos negamos a ver: la fragilidad de la condición humana. Ese autoengaño psicológico aparece cuando proyectamos una falsa autosuficiencia, creyendo que “lo podemos todo” porque vivimos rodeados de dispositivos y sistemas que nos hacen (casi) todopoderosos.

En el contexto de ese espejismo, nos olvidamos que, a pesar de toda la tecnología, seguimos siendo seres finitos, que enfermamos, que dependemos del azar, de otros y del mundo natural. Y que finalmente morimos.

Esa “omnipotencia” no es solo un error de percepción, sino una máscara cultural: se traduce en discursos de progreso ilimitado, de crecimiento infinito y de perfección tecnológica. En realidad, como diría Nietzsche, es una nueva forma de idolatría que oculta nuestra fragilidad detrás del mito de la autosuficiencia tecnológica.

¿Cómo superamos esa situación? Sztajnszrajber propone que el amor resquebraja la ilusión de omnipotencia porque implica reconocer que algo nos falta y que somos incompletos. Amar es exponerse, depender, aceptar la vulnerabilidad propia y la del otro. No puedo “programar” al otro para que me ame como quiero ni puedo asegurar ni controlar su presencia.

En palabras (parafraseadas) del filósofo francés Emmanuel Lévinas, el rostro del otro me interpela y me descentra porque me recuerda que yo no soy absoluto. El amor, al contrario de la IA, nos devuelve al terreno de la fragilidad compartida.

La IA “desnuda” nuestra fragilidad. El amor la hace vivible. El riesgo está en refugiarnos en la fantasía de omnipotencia tecnológica y olvidar que lo humano florece precisamente en la vulnerabilidad compartida.

La realidad nos autoengaña en todo momento con falsas narrativas autoimpuestas

Recientemente tuve la oportunidad de visitar un edificio construido hace unos 150 años en las montañas de Colorado y remodelado en los últimos meses. Al entrar, me llamó la atención una luz pequeña, pero brillante y parpadeante, al otro lado de la gran sala principal. Se trataba, pensé, de una lámpara que se activa en casos de emergencia. Pero no sonaba ninguna alarma.

Al acercarme al lugar vi que la lámpara en cuestión, que yo había considerado como un agregado moderno al antiguo edificio, era simplemente un pequeño pedazo de metal que, por algún motivo, había quedado insertado justo en la arista formada por la intersección de la pared con el cielorraso.

Una ventana abierta permitía que un poco de viento moviese el metal lo suficiente como para reflejar la luz del sol matutino por unos instantes antes de oscilar otra vez, creando a la distancia la sensación y la ilusión de una lámpara parpadeando, una lámpara que, de hecho, solamente existía en mi imaginación y así hubiese seguido si yo no me hubiese acercado a “investigar”.

Esta experiencia me llevó a pensar que muchas veces, por no “investigar”, por no acercarse lo suficiente a la realidad como para verdaderamente saber lo que sucede, aceptamos lo que vemos a la distancia como lo real y, peor aún, creamos una historia sobre esa percepción de lo aparente y luego hasta nos creemos esa historia, como cuando yo creí que había una luz donde no la había.

A su vez, todo eso me llevó a pensar en el segmento “Emporio celestial de conocimientos benévolos” del ensayo “El idioma analítico de John Wilkins,” de Jorge Luis Borges (publicado en 1952) en el que Borges presenta “una cierta enciclopedia china” ficticia con una confusa clasificación de animales. La última entrada se refiera a animales “que de lejos parecen moscas.”

Según Borges, esa clasificación de los animales, aparentemente “arbitraria y conjetural”, no lo es porque “no sabemos qué cosa es el universo”. En definitiva, cada uno de esos errores de percepción (sean después corregidos o no) son claras indicaciones de que desconocemos qué es el universo, se trate de luces, pedazos de metal, moscas lejanas o el universo en su totalidad.

Por ejemplo, tras concluir el comentario de la semana pasada, lo copié y pegué en un inteligencia artificial que detecta si un texto ha sido escrito o no por una inteligencia artificial. Dado que yo escribí ese comentario en su totalidad y sin ayuda de la IA, no me extrañó que el resultado fuese “100 % humano”. Pero luego pegué ese mismo texto en otra IA, que indicó “85 % IA”.

Esa situación dejó en claro que hasta la IA (dejando de lado sus conocidas alucinaciones) también ve lo que quiere ver sin que tenga (hasta ahora) la capacidad de acercarse aún más a la realidad y cambiar de opinión.

Quizá necesitamos una realidad arbitraria y conjetural en un universo desconocido para no perder nuestra capacidad de asombro y seguir redescubriéndonos a nosotros mismos. 

El alce, la foca y la IA: Reconociendo nuevos peligros antes de que sea demasiado tarde

Hace ya algunos años leí la lamentable historia de un alce que, en algún lugar de Canadá, murió al ser arrollado por un tren. Según esa historia, el alce estaba corriendo por las vías en la misma dirección del tren, pero, a pesar de los esfuerzos del maquinista para evitar ese desenlace, nunca se hizo a un lado. La nota terminaba con esta pregunta: ¿Acaso el alce no vio al tren?

La respuesta más simple y directa es no, el alce nunca vio al tren porque, según expertos, se trataba de un alce joven sin encuentros previos con trenes, por lo cual no pudo reaccionar como debería haberlo hecho para salvar su vida. En medio de los bosques de Canadá, los alces saben cómo evitar los peligros del bosque, pero no los trenes.

Esa incapacidad de percibir el peligro sin experiencia previa se encuentra también, entre otros ejemplos, en las focas jóvenes al Ártico que, al ver por primera vez a un oso polar, se acerca a ellas, en vez de huir del peligro, allí se quedan, habitualmente, con trágicos resultados para la foca. Si la foca sobrevive, o si fue testigo del incidente, la próxima vez se alejará.

Esos ejemplos del reino animal me llevaron a pensar que es posible que nosotros, los humanos, también podamos llegar a estar en una situación en la que algo peligroso (vivo o mecánico) se acerca a nosotros sin que percibamos ese peligro y, por lo tanto, sin que tomemos las precauciones para evitarlo.

A la vez, esa posibilidad me llevó a pensar en una reciente entrevista del filósofo español Francisco Javier Castro Toledo (quien, a la vez, es doctor en criminología y experto en ética) quien advierte que los humanos aún no hemos percibido o sopesado apropiadamente los peligros y desafíos que la inteligencia artificial representa para el presente y el futuro de la humanidad.

Y una de las razones es que esos peligros y desafíos, hasta donde sabemos, se presentan ahora por primera vez en la historia de la humana, por lo que no existen precedentes históricos exactos o muy parecidos que sirvan de referencia, una situación similar al del alce que por primera vez que un tren o a la de la foca en su primer encuentro con un oso polar.

Según Castro Toledo, a pesar de las bondades de la IA, la IA podría “violar la dignidad humana y restringir libertades individuales”, así como disminuir “la capacidad de las personas de decidir por sí mismas”, con consecuencias “muy perjudiciales,” incluyendo falta de privacidad de datos y una “brecha educativa entre los que tienen y los que no tienen acceso a la última tecnología.”  

Sin importar si estamos o no de acuerdo con la apreciación de Castro Toledo (un reconocido experto en el tema) sobre la IA, quizá sea prudente tomar cierta distancia del peligro (algo que ni el alce ni la foca hicieron en los ejemplos compartidos) antes de comprobar ya demasiado tarde que este filósofo español tenía razón. 

¿Cuántos elementos que antes nos sanaban ahora están contaminados y nos enferman?

Recientemente leí una corta historia prácticamente irrelevante, pero que me hizo pensar. Resulta que un perrito en algún lugar de Estados Unidos tenía cierto malestar estomacal y, por instinto, cuando lo sacaran a pasear comió pasto. Pero, sin que sus humanos lo supieran, el pasto estaba contaminado con insecticidas y pesticidas, por lo que el perro se enfermó aún más.

La historia, tras indicar que el perrito eventualmente se recuperó, usó esa situación para instar a las personas a que notifiquen la presencia de insecticidas y pesticidas en su césped. Pero, desde otra perspectiva, esta historia me llevó a pensar que, intencionalmente o no, nosotros, los humanos, hemos contaminado muchos elementos naturales y culturales que antes nos sanaban.

Por ejemplo, la educación, alguna vez presentada como la formación integral de una persona para que esa persona pueda eventualmente enfrentar y construir su futuro, se ha reducido en la actualidad a la aprobación de pruebas y exámenes sin que ocurra ningún tipo de transformación personal en la mente o el corazón de los estudiantes.

Y aquellos sistemas de creencias espirituales que en el pasado por lo menos aspiraban a presentar un potencial aspecto transcendental de la realidad que podría impulsarnos a movernos más allá de los límites de la cotidianeidad, se presentan ahora abiertamente como estrategias de control político y económico, cerrando mentes y corazones a todo intento de transformación.

Además, hasta no hace mucho otro elemento potencialmente sanador, el diálogo sin rumbo y sin agenda en el que algo inesperado emergía precisamente por el diálogo mismo, quedó reducido a un mero intercambio de memes o de diminutos gráficos que exigen una mínima activación de las neuronas y que parecen invitar a no comprometerse demasiado con un diálogo creativo.

Esta lista podría expandirse casi indefinidamente, pero, por eso, debemos concentrarnos en otro elemento antes sanador y ahora (en el mejor de los casos) ya no tanto: la cultura.

Alguna vez y en más de una oportunidad escuché al Dr. Ramón del Castillo (poeta y profesor, ya jubilado) afirmar con innegable razón que “La cultura cura”. Pero en esta época de profunda y dramática transición hacia lo que sea que estamos transicionando, aquellos profundos elementos culturales que antes nos orientaban (creencias, narrativas, tradiciones) ya no nos orientan.

La misma cultura que antes nos curaba y a la que acudíamos instantánea e instintivamente cuando los desafíos de la vida así lo requerían parece estar ahora contaminada con sus propios contaminantes que ingerimos sin quererlo y sin saberlo y que, en definitiva, nos enferman más de lo que nos curan. Es lamentable pensar que la cultura ya no cura.

Quiero enfatizar que no estoy proponiendo regresar al pasado porque, además de ser imposible, queda claro que los problemas del presente, creados por el pasado, se deben resolver desde el futuro. El futuro se construye desde el futuro. Pero jamás alcanzaremos ese futuro si continuamos aferrados a la idea de perpetuar un pasado y repetir un presente que siguen contaminando y carcomiendo mentes y corazones. 

Los viroides y los impostores nos obligan a pensar qué sabemos y qué no sabemos

La reciente publicación del descubrimiento de entidades microscópicas conocidas como “viroides” (también llamadas “obeliscos”) que habita en las bocas de los humanos me llevó a pensar cuánto desconocemos incluso de nuestro propio cuerpo, a pesar de que nos jactamos de que ya conocemos todo (o mucho) de lo que se puede conocer.

Según el reporte en Science.org, científicos de la Universidad Stanford descubrieron una clase nunca antes vista de entidades similares a virus (por eso llamados “viroides”) que podrían influir en la actividad genética del microbioma humano.

Los investigadores confirmaron que los viroides se alojan dentro de la bacteria Streptococcus sanguinis, común en la boca. Aún no han confirmado otros huéspedes, pero sospechan que al menos una fracción son bacterias. Según parece, los viroides tienen la capacidad de modificar el ácido ribonucleico (ARN) de sus huéspedes.

Estos microorganismos nos recuerdan que, incluso en los espacios más íntimos y cercanos a nosotros, como nuestras propias células, existen capas de vida que aún no hemos visto ni mucho menos comprendido. Durante siglos, supusimos que estábamos totalmente familiarizados con nuestros cuerpos, solo para descubrir ahora pequeñas entidades trabajando silenciosamente.

Estos hallazgos nos recuerdan que el conocimiento siempre es provisional y de que los límites de nuestra conciencia de la realidad pueden ser mucho más estrechos de lo que creemos.

Y luego leí otro artículo (en El País) sobre los llamados “impostores sin síndrome,” es decir, aquellas personas que, sin cuestionarse su escasa o nula preparación, educación o talentos, ocupan puestos o espacios a los que solo acceden precisamente al ocultar (conscientemente o no) su incompetencia.

Aunque la expresión “impostores sin síndrome” (claramente derivada del “síndrome del impostor” que se estudia desde la década de 1970) aún no ha sido aceptada formalmente en el ámbito científico, este concepto ha ganado terreno en la vida diaria en la que, según algunos psicólogos y académicos, la presencia de “impostores sin síndrome” resulta evidente.

Podría decirse que el elemento clave de los impostores sin síndrome no es la falta de habilidades o educación, sino la ausencia de la autoconsciencia de esa carencia. No ignoran su ignorancia, sino que confunden autoconfianza con habilidades y luego propagan esa confusión entre otros para su beneficio personal.

El descubrimiento de los viroides y la creciente presencia de impostores sin síndrome, aparentemente fenómenos muy distantes, están directamente conectados por lo que se puede denominar la ilusión del conocimiento completo, es decir, la (falsa) creencia de que ya hemos “cartografiado” el mundo que habitamos, desde nuestro interior hasta nuestra imagen pública.

Pero la verdad nos recuerda lo contrario.

Los obeliscos nos invitan a que, con humildad epistémica, reconozcamos que al menos algunas partes de nuestra vida interior están fuera de nuestro alcance actual. Los impostores sin síndrome nos invitan a discernir, con humildad crítica, entre la autoconfianza y las habilidades, tanto en nosotros mismos como en los demás.

Quizá debamos vislumbrar una versión más auténtica de nosotros mismos basada en la humildad de lo desconocido y el discernimiento entre la audacia y la fanfarronería.

 

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