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Proyecto Visión 21

COMENTARIOS SEMANALES

¿Cuánta confusión podemos aceptar antes de buscar claridad?

Aunque toda la evidencia indica que el futuro ya no es continuidad del pasado y que no estamos preparados para ese nuevo futuro, aun así se insiste en regresar a una “normalidad” que nunca fue normal porque, de haberlo sido, nos hubiese permitido construir un futuro, en vez de languidecer y agonizar en medio de los caprichos de unos pocos.

Vivimos, sin dudas, en aquella época de la que hace milenios nos advirtió Lao Tzu, la época en la que los malvados destruyen el mundo para satisfacer su deseo de reinar, aunque se trate reinar sobre las cenizas. 

Pero ¿cómo llegamos a este momento? ¿Cómo es posible que las personas improductivas de la sociedad (manipuladores y acumuladores que se venden al mejor postor, decía Erich Fromm) sean los más reconocidas y mejor recompensadas de la sociedad?

¿Cómo es posible que confundamos la realidad con la fantasía, la opinión con la verdad, la percepción con la realidad, el mapa con el territorio, la parte con el todo, el árbol con el bosque, lo superfluo con lo necesario, el creer con el pensar y el conocimiento con la sabiduría? 

Un reciente artículo por el filósofo español Carlos Javier González Serrano ofrece una pista: carecemos de criterio propio. O, en otras palabras, no pensamos por nosotros mismos. 

Por ejemplo (mi ejemplo, no el de González Serrano), sólo dos horas después de que terminase la reciente entrega de los premios Oscar se agotaron las existencias de vestidos y sombreros iguales o muy similares a los que usaron las más famosas actrices durante ese evento. 

Surge entonces la pregunta: ¿Y por qué ya no pensamos por nosotros mismos ni tenemos un criterio propio? Porque, como bien dice González Serrano, la hiperestimulación, es decir, el “ruido” que constantemente nos rodea nos impide desarrollar la autonomía, la independencia y el juicio propios de una persona madura. 

Recuerdo haber leído hace algunos años un reporte sobre cómo el fuerte ruido generado por grandes máquinas en lugares remotos (minas, pozos petroleros) afecta la salud de los pájaros, por que les impide detectar la presencia de depredadores y, entonces, los pájaros ni salen a buscar comida ni pueden cuidar a sus crías.

Otro “ruido”, el de las redes sociales, tiene un efecto similar en nosotros. González Serrano explica que el “ruido” de la actitud conflictiva, la agresión hacia el otro, la política divisiva y el uso excesivo de tecnología “nos tiene arrinconados” y nos impide “tener argumentos intelectuales”.

En pocas palabras, memes sí, pensamientos propios no.

Otro filósofo español, Daniel Innerarity, en un reciente artículo, describe nuestro tiempo como la época de “la ignorancia dañina”, es decir, hemos elevado a los ignorantes a altos puestos políticos desde donde causan increíble daño por no querer asesorarse. Sobran ejemplos de ese tipo de “superficialidad”, “ingenuidad” y “credulidad.”

Como resultado, el conocimiento ya no se aprecia, dice Innerarity. Algo tan antiguo que ya el profeta Isaías se quejaba de aquellos que intencionalmente a llaman a lo bueno malo y a la luz tinieblas.

¿En qué momento la tecnología se vuelve magia? Cuando nos volvemos irracionales

Aunque realmente sólo han pasado unas pocas décadas, recuerdo aquellos tiempos ahora prehistóricos y obsoletos en los que por primera vez vi un televisor en color, usé una fotocopiadora, disfruté de un holograma y tuve un teléfono celular en mi mano (que tenía el tamaño y el peso de un ladrillo).

Pero ninguno de aquellos avances, que en su momento me parecieron maravillosos e insuperables, puede compararse con la tecnología actual que, por sus logros (léase, inteligencia artificial) se está acercando peligrosamente a la magia. 

Arthur C. Clarke ya había advertido que toda tecnología suficientemente avanzada sería indistinguible de la magia. Dicho de otro modo, en algún momento del progreso tecnológico la tecnología comienza a ser percibida como una fuerza mística y supernatural que genera fenómenos inexplicables. 

O, si se prefiere decirlo de otra manera, los avances tecnológicos desdibujan los límites entre tecnología avanzada y magia, causando que esos conceptos, usualmente separados con toda claridad, se intersecten de tal manera que se vuelvan casi indistinguibles. 

Piénsese, por ejemplo, en la posibilidad de una inminente inteligencia artificial superior a la inteligencia humana. O a la capacidad de editor (manipular) nuestro ADN. O al hecho de que, por la tecnología, la humanidad está evolucionando hacia cuatro distintas especies de seres humanos, incluyendo humanos sintéticos y humanos digitales. 

En algún momento, las máquinas (por ejemplo, aviones) lograron lo que antes se consideraba imposible. Lo mismo sucede ahora con la inteligencia artificial y con las computadoras cuánticas. Y, en muchos casos, ese hecho de lograr lo imposible genera exactamente el mismo “efecto místico” que antes generaban hechizos, encantamientos o pociones. 

En ese contexto, no debemos olvidarnos que algunas de las tempranas invenciones de la modernidad, como los teléfonos y la cámara fotográfica, fueron creadas inicialmente para comunicarse con el otro mundo y para documentarlo visualmente, respectivamente. 

Sea como fuere, la llegada de la realidad virtual (cada vez más real que la misma realidad) lleva la intersección de tecnología y magia a un nuevo nivel, porque ahora podemos interactuar con un “mundo paralelo”, que no existe en el reino físico, pero que no por eso es menos real. Dentro de ese “mundo mágico” podemos ser lo que queramos y estar donde queramos. 

No caben dudas, entonces, que, aunque en estos momentos la tecnología y la magia siguen siendo conceptos separados, su creciente interconexión provoca que cada vez sea más difícil separar una de la otra. ¿Es ChatGPT un nuevo oráculo para nuestra época? ¿Tendremos una varita mágica que todo lo cure?

¿Pero de dónde surge ese “pensamiento mágico”? Según explicó en un reciente ensayo el historiador argentino Ariel Petruccelli, estamos en una época irracional y eso es peligroso: 

“En nuestro mundo científico-técnico el pensamiento mágico es garantía de subordinación ante quienes dominan la ciencia y la técnica, y entraña un alto peligro de desastre si quienes controlan el complejo tecno-científico se dejan ganar por creencias mágicas o irracionales”, expresa Petruccelli, citando el ejemplo de las tiranías y guerras en la primera mitad del siglo pasado. 

 

Ya no sabemos o no podemos distinguir lo verdadero de lo falso

Recuerdo haber leído hace cierto tiempo la historia de que la conocida cantante Dolly Parton un día se inscribió en un concurso de imitadores de Dolly Parton y perdió. De hecho, le dijeron que ella no imitaba bien a Dolly Parton y le dieron el premio a un hombre vestido como ella. Esa historia ilustra un elemento de nuestra época: preferimos la imitación a lo original.

El tema, obviamente, no es nuevo. Podría decirse que es tan antiguo como nuestra civilización y como la humanidad misma. Los seres humanos, según parece, siempre hemos tenido el deseo de separar la realidad de la ilusión, lo real de lo imaginario, el conocimiento de la opinión, y lo actual de lo ficticio. Pero pocas veces hemos tenido éxito.

Repitiendo y parafraseando una antigua enseñanza que ya figura en el Talmud, la novelista francesa Annais Nin expresó el siglo pasado que “No vemos las cosas como son, sino como somos”. O, si se prefiere, como dijo Ramón de Campoamor, “todo es según el color del cristal con que se mira”. 

Podría decirse, siguiendo a Campoamor, que esa desaparición de la línea de separación entre la realidad y la ilusión sólo es posible “en este mundo traidor”, es decir, en un mundo en el que “nada es verdad ni mentira”, anticipando así en el siglo 19 la época de la posverdad del siglo 21.

En ese contexto, no puede dejar de mencionarse al tango Cambalache, escrito por Enrique Santos Discépolo en 1934, en el que correctamente afirma que vivimos en la época en la que “Todo es igual, nada es mejor / Lo mismo un burro que un gran profesor.”

Dicho con otras palabras, vivimos en una época en la que no es que la verdad haya desaparecido, sino que la verdad (y, por lo tanto, la mentira, porque van juntas) se ha vuelto irrelevante. 

Entonces, no solamente vemos las cosas como somos, no solamente aceptamos que nada es verdad ni mentira, y no solamente creemos que todo es igual y nada es mejor, sino que no nos interesa que así sean las cosas. Nos hemos vuelto arrogantemente ignorantes, es decir, sabemos que somos ignorantes, pero no nos importa. De hecho, nos creemos con el derecho de serlo. 

En esa situación, la apariencia, la sombra, la ilusión, presentadas ininterrumpidamente ante nuestros ojos en cualquier pantalla a la que tengamos acceso y repetidas ad nauseam en cada posteo y mensaje en las redes sociales, se vuelve nuestra realidad, porque, como decía Carl Jung, la realidad es aquello de lo que no podemos separarnos.

Aún más, Jung sostenía que no podemos sanar aquello de lo que no nos podemos separar, invitando así a tomar distancia entre lo que nos sucede y nuestra respuesta, reviviendo una enseñanza que ya enseñaban los estoicos. 

Hace dos milenios, algunos rabinos afirmaban que la única diferencia entre el cielo y el infierno es solamente nuestra actitud. Quizá tanto se ha osificado nuestra mente y corazón que por eso vivimos en el infierno. 

En esta época hiperconectada, estamos más aislados que nunca

El filósofo Byun-Chul Han afirma (y con razón) que vivimos en una época en la que nos explotamos a nosotros mismos y además lo hacemos con agrado. Por eso, vivimos continuamente estresados, abrumados y agotados. Un reciente estudio, preparado por Hapi.com, agrega detalles a esa observación.

Según ese reporte, vivimos en una sociedad en la que hemos perdido la capacidad de “escuchar activamente” al otro. Es decir, escuchamos para descargar información, o para tratar de ganar un argumento, o para esperar que el otro se calle y decir lo que queremos decir. Pero no escuchamos para entender ni, mucho menos, para generar un diálogo creativo.

Sin importar a qué o quién se puede elegir para hacerlo responsable de esa situación (la pandemia, la tecnología, las redes sociales, nuestro estilo de vida, la cultura), los resultados de esa mala comunicación son claros: vivimos socialmente aislados, sin relaciones positivas, sin nadie que nos enseñe, con constantes obstáculos socioeconómicos y sin poder resolver nuestros propios problemas. 

El aislamiento social, subraya el reporte. “erosiona nuestra capacidad de crecer” porque reduce nuestras oportunidades para conectarnos con otros de una manera positiva. De hecho, para muchas personas, estar con sus familiares, amigos y colegas es un “problema mayor” y un “gran dolor” porque ni unos ni otros saben que decir ni se escuchan entre ellos.

Además, al contrario de lo que sucedía con generaciones del pasado (pero no tan lejanas), ya no existen personas mayores o personas con mayor experiencia que sirvan como consejeros o mentores para responder a los desafíos de la vida. De hecho, ellos están tan abrumados como todos nosotros y muchas veces parece “totalmente imposible” ofrecer ayuda o consejos. 

Simultáneamente, sin importar cuántos ingresos tenga una persona o cuán bueno y estable sea su trabajo, todos saben que esa situación puede desaparecer en cualquier momento debido a la volatilidad del mundo actual. Una pandemia, una guerra, un atentado o un desastre natural, y todos, ricos y pobres, pueden verse repentinamente sin nada. 

Para muchas personas, la “intensa presión emocional” que les causa sólo pensar en esas desagradables posibilidades es suficiente para dejar de ser efectivos y saludables en sus relaciones hogareñas, en el trabajo y entre sus contactos sociales. 

Cuando todo eso se combina en la mente y el corazón de una persona, el resultado es la pérdida o disminución de la capacidad de analizar y resolver problemas. Dicho de otro modo, aunque casi 9 de cada 10 personas afirma que saber resolver los problemas propios es la “principal habilidad”
que uno puede y debe desarrollar, pocos son los que cuentan con esa habilidad.

Mucho ya no pueden resolver sin ayuda sus problemas personales o laborales. 

Como dijo Han, “Hoy buscamos más información sin obtener ningún conocimiento real. Nos comunicamos constantemente sin participar en una comunidad. Guardamos grandes cantidades de datos sin recordar nuestros propios recuerdos. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con otras personas. Así es como la información desarrolla una forma de vida que no tiene ni estabilidad ni duración.”

Nos queda sólo una década antes de perder nuestra capacidad de decisión

Las noticias sobre el nuevo futuro se suceden con tanta rapidez que parece que uno estuviese mirando a alta velocidad una película de ciencia ficción tras otra. Pero ni es una película ni es ficción, sino que se trata de una nueva realidad que aún ni vemos ni entendemos en su totalidad, pero que ya nos afecta. 

Por ejemplo, soldados australianos ya pueden manejar a soldados robots con sus mentes, es decir, con sólo pensarlo. Y científicos austríacos y españoles descubrieron cómo viajar del futuro al pasado para “rejuvenecer” átomos. Además, se anticipa que los humanos digitales serán los empleados del futuro. Y la IA ya puede pilotear sin ayuda humana aviones de combate.

Como si todo eso fuese poco, un nuevo reporte recientemente publicado por el Pew Research Center, basado en entrevistas con reconocidos científicos, indica que la mayoría (56 por ciento) de eso expertos considera que hacia 2035 la IA será tan inteligente que prácticamente resultará imposible que los seres humanos tomen decisiones por cuenta propia.

Telepatía tecnológica. Viajes en el tiempo. Humanos digitales. Armas de guerra autónomas. IA con lenguaje natural. Mundo fígital (físico-digital). Comunicación directa y bidireccional con animales. Consejería para parejas mixtas (un ser humano y un robot). La lista es interminable. 

Mientras tanto, nosotros nos preguntamos qué pasará con la mala de la novela, quién ganará el siguiente partido de fútbol y qué comeremos esta noche. En pocos años (antes de 2035), ni siquiera nos haremos esas preguntas porque la IA decidirá sobre las novelas, los partidos de fútbol, las comidas y todo otro elemento relacionado con la vida humana.

Queda claro que las sucesivas generaciones de IA evolucionan mucho más rápido que las sucesivas generaciones humanos. Por lo tanto, no resulta impensable que un futuro cercano la IA artificial aprenda a viajar desde el futuro hacia al pasado para corregir una situación del pasado, como ya lo hacen los científicos europeos antes mencionados. Es decir, Terminator.

Pero antes de que alguien diga que Terminator es sólo una película, en enero pasado científicos de la Universidad China en Hong Kong anunciaron la creación de un robot (de pequeño tamaño, por ahora) que puede cambiar de sólido a líquido y una vez más a sólido usando electromagnetismo. De hecho, ese robot puede fácilmente atravesar las rejas de una celda.

Nuestra ceguera ante la nueva realidad sólo puede ser comparada con vivir dentro de una caverna, como enseñaba Platón, perpetuando el autoengaño de creer que lo que vemos es toda la realidad y la única realidad. Pero mientras en la alegoría de Platón los habitantes de la caverna eran prisioneros, en nuestra época los “cavernícolas” son arrogantemente ignorantes. 

Surge entonces la pregunta: ¿qué quedará de la humanidad cuando ya no quede nada de la humanidad? ¿Cómo recordaremos lo que alguna vez fuimos y cómo sabremos lo que podríamos llegar a ser? 

Cuánto más tiempo pasemos esquivando esas preguntas, mayores serán las posibilidades de que dejamos de preguntarlas. AI (ChatGPT) ya lo sabe. Nosotros, lamentablemente, aún no. 

¿Cuánto tiempo podemos asumir cosas y engañarnos sin aceptar la realidad?

Recientemente necesité los servicios de un electricista y, al llamarlo, me dijo que vendría al día siguiente a las 10 de la mañana. Más de media hora después, el hombre me llamó diciendo que durante todo ese tiempo él había estado parado frente a mi casa y que había golpeado la puerta y tocado el timbre, pero que yo no lo había atendido. 

Le dije que él estaba seguramente en la dirección equivocada, pero no me creyó. Salí entonces a ver qué pasaba y vi al electricista a varias casas de distancia, hablando con un vecino que seguramente le dijo que estaba en la casa equivocada. Le hice señas para que viniese a donde yo estaba y el electricista finalmente llegó a mi casa para hacer las reparaciones necesarias. 

Pero antes de empezar me felicitó por ser ruso y me preguntó de qué parte de Rusia era yo. Le dije que no soy ruso ni provengo de Rusia ni hablo ruso. Nuevamente, no me creyó, insistiendo que tanto mi manera de hablar como mis rasgos demostraban que yo era ruso. 

En ese momento, yo ya estaba pensando en pedirle que se fuese porque primero se fue a la casa equivocada y luego no aceptó que yo no era (no soy) ruso. Pero aún faltaba un tema más que, debo decir, me tomó por sorpresa. El electricista me felicitó por haberme jubilado. De hecho, me preguntó qué hacía yo ahora que ya no trabajaba.

Le pregunté por qué me había hecho esa pregunta y me dijo que como era un día de semana a media mañana y yo estaba en la casa, eso significaba que yo ya no trabajaba y que yo me había jubilado. Le expliqué que me presencia en la casa se debía a que el desperfecto eléctrico estaba en la casa y que ni mi trabajo ni mis horarios eran de su interés. 

Luego de ese intercambio, mi paciencia ya comenzaba a flaquear. Y esa paciencia se terminó cuando electricista me dijo que mi nombre estaba mal escrito (como si yo no supiese escribirlo) y hasta me sugirió que yo revisase la documentación de la casa para ver si yo realmente estaba viviendo en la dirección correcta. Entonces sí le pedí que se vaya. 

Al día siguiente vino otro electricista y en cuestión de minutos detectó el problema y en menos de una hora ya lo había resuelto, sin cuestionar mi nacionalidad, etnicidad, domicilio, nombre o situación laboral. 

Pero el primer electricista es un ejemplo notable de la actitud de muchas personas que tanto se aferran en creer que siempre están en lo correcto que no cambian esa creencia ni aunque se les muestre clara evidencia al contrario. Es como aquel hombre que iba conduciendo contramano por una transitada avenida insultando a los otros conductores por no ir en la dirección correcta. 

Aferrarnos a nuestras creencias fácilmente desemboca en autoengaño y, como consecuencia, en desconectarse de la realidad. Y todo comienza cuando nos convencemos que siempre tenemos razón. 

Lo imposible sólo lo es para aquellos que así lo creen

Hace poco más de una década, en el contexto de una clase de filosofía enfocada en cambios tecnológicos, le indiqué a mis estudiantes que la computación cuántica llegaría en poco tiempo y, con su llegada, causaría una revolución en nuestras vidas. Recuerdo el incidente por la reacción de los estudiantes: comenzaron a reírse sin poder contenerse.

Cuando finalmente pudo controlarse, una de las alumnas dijo algo así como “Eso nunca va a suceder” y, si recuerdo bien, incluso sugirió que yo tendría que dejar de leer o de mirar tanta ciencia ficción. (La fuente de mi clase era una investigación publicada en aquella época por expertos de la universidad del estado de Washington, no ciencia ficción.)

Más allá de la incredulidad de aquellos estudiantes sobre el desarrollo de la computación cuántica, lo cierto es que no sólo aquel futuro ya llegó, sino que además ya lo hemos superado o estamos a punto de hacerlo.

Un reciente reporte dirigido por el Dr. Winfried Hensinger, profesor de la Universidad de Sussex, en el Reino Unido, indica que sus investigaciones han permitido progresar en la creación de computadoras cuánticas de tareas múltiples. Esas computadoras están tan avanzadas sobre las computadoras cuánticas actuales como las computadoras cuánticas lo están de las que usamos nosotros. 

De hecho, dijo Hensinger, la nueva era de las “súper computadoras cuánticas” significa contar con computadoras tan “extremadamente poderosas” que, según anticipa este experto, “serían capaces de resolver los problemas más importantes” de nuestra sociedad. 

Estoy seguro de que, si mis estudiantes de hace una década me escuchasen decir que en el futuro cercano las súper computadoras resolverán nuestros principales problemas, ellos se volverían a reír y afirmarían que eso no sucedería. Pero negarse a ver el futuro no detiene al futuro. El futuro llega estemos preparados o no.

En algún momento se dijo que un viaje en barco alrededor del mundo era imposible. Se dijo que era imposible que la tierra se moviese. Se dijo que nada más pesado que el aire podría volar. Se afirmó que pensar en ir a la luna era una locura. Se creyó que en todo el mundo había lugar para sólo cinco computadoras. Se sostuvo que en Marte nunca hubo agua. (La lista es interminable.)

Quizá sea hora de revisar y descartas todas aquellas creencias que, sin importar dónde o cuándo las hayamos adquirido, sirven sólo como esas anteojeras que llevan los caballos para que puedan ver únicamente en una cierta dirección. En otras palabras, debemos abrir nuestra mente, porque el futuro no es el día después de hoy, sino una expansión de la consciencia. 

Pero ¿hasta dónde llega el reino de lo supuestamente imposible que ahora se hace realidad? Esta es una posible respuesta: comunicaciones directas con distantes civilizaciones extraterrestres. Y no es ciencia ficción. 

Hace pocos días, científicos del Centro Internacional para la Investigación de Radioastronomía (ICRAR) en la Universidad de Curtin, Australia, afirmaron que una señal detectada a 4000 años luz de la tierra podría se “prueba de vida extraterrestre”. 

 

El orden es sólo el caos al que estamos acostumbrados

Un profesor al que alguna vez escuché en la universidad repetía con cierta frecuencia que el orden es sólo el caos al que estamos acostumbrados. Dicho de otro modo, lo que consideramos “normal” es “normal” sólo porque así lo vemos o lo aceptamos, aunque puede no ser algo tan “normal” ni “ordenado” para otras personas. 

Por ejemplo, recuerdo la primera vez que visité una cierta ciudad en América Latina en la que las dos calles principales de esa ciudad se cruzaban en una cierta intersección en donde, en aquella época, no había semáforo y nadie dirigía el tránsito. Para mí, tratar de cruzar o doblar en aquella intersección era, para decirlo con una sola palabra, caótico.

Pero luego de varios días en el lugar y de recorrer esa intersección por lo menos dos veces cada día el caos comenzó a desaparecer y el orden comenzó a emerger. De hecho, había un orden sobre qué vehículos cruzaban o doblaban primero y en qué dirección. Y hubo algo que me llamó mucho la atención: todos respetaban ese orden y casi no había accidentes.

Aunque la magia de aquella intersección ya no existe (ahora se instalaron semáforos y la presencia de policías de tránsito es constante), siempre recuerdo aquella “caótica” experiencia porque, si yo me hubiese aferrado a lo que yo consideraba como una circunstancia “normal” en una intersección, entonces nunca hubiese podido conducir o atravesar esa intersección. 

Lo opuesto también es cierto: la forma “normal” de conducir en aquella ciudad no es en absoluto “normal” en la ciudad en la que vivo y una y otra forma no pueden (ni deben) intercambiarse. 

Dicho de otro modo, conceptos como “normal”, “orden” o “caos” siempre son relativos, tanto cultural como históricamente. El problema surge cuando los convertimos en algo absoluto y entonces erróneamente creemos que lo que es “normal” para nosotros es el único y verdadero ejemplo de normalidad y toda otra conducta es “mala” o “equivocada”. 

Dado que el sentido de “normalidad” se absorbe de los padres, la familia y la sociedad a nuestro alrededor desde la temprana infancia, esa “normalidad” queda tan arraigada en nuestro inconsciente que muchas veces no sólo no desafiamos esa noción de “normalidad”, sino que ni siquiera reconocemos que existe dentro de nuestra mente.

Como decía Hegel (parafraseando), lo conocido, precisamente por se conocido, nunca es re-conocido. Por eso, andamos por la vida imponiendo (consciente o inconscientemente) nuestra “normalidad” a otros y esos otros nos imponen su “normalidad” a nosotros. Es decir, cada uno cree que su propio caos, al que toman como “normal”, debe ser el de todos.

En el mundo en el que vivimos, donde los problemas son astronómicamente más difíciles y complejos que cruzar una intersección sin semáforo, esas ideas inconscientes y acríticamente aceptadas de “normalidad” (propia o ajena), de “orden” y “aceptable” no solamente ya resultan inoperantes, sino que, de hecho, son peligrosas, debido a que fácilmente se convierten en fanatismo. 

Según parece, el orden y la normalidad sólo existen dentro de nuestras mentes. 

Cuando la realidad virtual supera a la realidad real, poco queda de la realidad

Recientes reportes científicos resultan interesantes y a la vez verdaderamente alarmantes porque, aunque parecen extraídos de una película de ciencia ficción, se trata de situaciones reales que desdibujan los límites entre lo real y la ilusión o la fantasía.

Por ejemplo, la exitosísima inteligencia artificial conocida como ChatGPT aprobó hace pocos días el examen de ingreso a la Facultad de Economía Wharton de la Universidad de Pennsylvania. Aunque ChatGPT no obtuvo las mejores calificaciones (respondió acertadamente un 80 % de las preguntas), proveyó “excelentes explicaciones” para sus respuestas.

A la vez, en otro experimento, ChatGPT respondió suficientes preguntas correctas como para aprobar el Examen Multiestatal de Abogacía, un examen basado en múltiples opciones de repuestas que los graduados de abogacía deben pasar antes de comenzar oficialmente a practicar esa carrera. 

Y como si eso fuera poco, ChatGPT también aprobó (aunque con calificaciones mínimas) las tres partes del examen de licenciatura médica de Estados Unidos gracias a que demostró “altos niveles de consistencia e ideas creativas en sus explicaciones”. 

Hace algún tiempo, un perfil creado en LinkedIn usando sólo imágenes y textos generados por inteligencia artificial resultó tan atractivo que (sin saber que “Katie Jones” era una inteligencia artificial y no de una persona real) funcionarios del gobierno de Estados Unidos y personas con alto nivel de influencia empresarial y social se conectaron con ese perfil.

“Katie Jones” se hizo pasar como representante de un grupo de expertos en Washington DC, por lo que logró conectarse con un funcionario de la Secretaría de Estado de Estados Unidos, con la oficina de un influyente senador y con un reconocido economista. 

Cabe mencionar que desde aquel incidente la capacidad creativa de la inteligencia artificial ha progresado tanto que en la actualidad “las fotos creadas por IA son más reales que las imágenes genuinas”, advirtió en un reciente artículo (23 de enero de 2023) el Dr. Manos Tsakiris, Profesor de Psicología y Director del Centro de Política de Sentimientos en la Universidad Royal Holloway de Londres.

Y existen más ejemplos. El pasado 25 de enero, el congresista Jake Auchincloss (demócrata de Massachussets) dio un discurso sobre legislación bipartidista escrito totalmente por inteligencia artificial. 

Por su parte, el Rabino Joshua Franklin, del Jewish Center of the Hamptons (Nueva York) dio hace pocas semanas un sermón completo, creado por ChatGPT, sobre la historia de José en Egipto. El sermón fue muy bien recibido y si Franklin no hubiese revelado que él no era el autor del sermón, su congregación nunca no lo hubiese sabido. 

¿Qué significa entonces esta nueva situación para nosotros? Según el Dr. Tsakiris, “La transición a un mundo donde lo que es real es indistinguible de lo que no lo es podría cambiar el panorama cultural de ser primariamente auténtico a ser algo principalmente artificial y engañoso.”

Desde otra perspectiva, el filósofo Markus Gabriel afirma que “No nos evadimos de la realidad por engañarnos o ser engañados con respecto a ella, pues lo real es aquello de lo cual no logramos tomar distancia”.

Los monólogos intercalados no son un diálogo

En las redes sociales encontré recientemente (y sin buscarlo) un mensaje en el que se incluía una frase sobre la amistad, atribuyéndosela a Aristóteles. El tema es que Aristóteles nunca dijo esa frase. Para mi asombro, el mensaje siguiente era una frase atribuida a un conocido cantante. Debajo de la frase se leía: “Cosas que (nombre del cantante) nunca dijo”.

La inesperada situación me hizo reflexionar sobre la situación actual de nuestra sociedad en la que se le pueden atribuir a Aristóteles pensamientos que él patentemente nunca expresó, pero, si se le atribuyen pensamientos a un cierto cantante, entonces se debe aclarar que el mencionado artista nunca dijo lo que se le atribuye.

En otras palabras, se puede mentir (a sabiendas o no) con respecto a los dichos de uno de los pensadores fundacionales del pensamiento que aún nos rige, pero Dios o el Universo (con perdón de Spinoza) no permitan que se mienta (a sabiendas) sobre los dichos de un cantante. 

Obviamente, las redes sociales son una especie de tierra sin leyes en la que todo vale y todo se vale. Y, en ese contexto, se refleja bien uno de los elementos salientes de la época posmoderna: la inevitable presencia de la posverdad.

Como bien explicó recientemente la filósofa española Adela Cortina, hablar de posverdad no significa que la verdad ya no existe ni tampoco que la verdad se haya vuelto irrelevante. La posverdad significa que la mentira se ha banalizado, se ha trivializado, se ha hecho tan común y corriente que ya a nadie (o a pocos) le importa. 

La mentira (en todas sus formas y en todas sus plataformas) es ahora algo tan frecuente, habitual y cotidiano que, aunque se reconozca a la mentira como tal, el mentir se ha vuelto algo casi insignificante y hasta “normal”. 

Por eso, se pueden distorsionar los dichos de Aristóteles (y de Sócrates, Platón, la Biblia, Abraham Lincoln y tantos otros) y convertirlos en superficiales memes sin que esa distorsión y mala atribución generen la menor reacción o la necesidad de corrección. 

Pero si de quien se habla es un cantante, un actor, una “influencer”, entonces mejor aclarar que la frase que se le atribuye no fue pronunciada por esa persona. Como bien decía María Elena Walsh, vivimos en el mundo del revés. Y como dice el tango “Cambalache”, “Lo mismo un burro que un gran profesor”. 

La posverdad, en definitiva, podría entenderse como el resquebrajamiento de todo diálogo significativo o, desde otra perspectiva, el entronamiento de la “opinión” (entendida como un punto de vista personal aceptado acríticamente como válido) como la base de todo intento de diálogo o conversación. 

Pero de esa manera no hay diálogo posible, porque todo se reduce a una sucesión de monólogos intercalados en los que cada persona no escucha a la otra, sino que sólo descarga información para contradecir a la otra persona. Esa inmadura actitud de querer tener razón no deja lugar ni para la creatividad personal ni para la cocreación comunitaria del futuro. 

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