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Proyecto Visión 21

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NOTA: Estos comentarios reflejan nuestros pensamientos y reflexiones sobre un cierto tema en el momento en que fueron escritos. Los comentarios no son nunca la versión final de lo que pensamos y pueden o no guiar nuestras acciones en nuestro trabajo profesional. 

COMENTARIOS SEMANALES

La peligrosa trivialización de discriminación y racismo en los medios sociales

Recientemente, por motivos conocidos solo por los desconocidos dioses que gobiernan los misteriosos algoritmos, comenzaron a aparecer en mis redes sociales cortos videos con un tema en común: discriminación y racismo. Pero el mensaje presentado en esos videos, lejos de solucionar ese grave problema social, apunta claramente a exacerbarlo.

En todos los casos se presentan variaciones de la misma escena: alguien es discriminado por su apariencia, su aptitud física o por la manera en que se viste y, como consecuencia, no se le permite a esa persona entrar a algún lugar o comprar algo. Luego se descubre que esa persona era en realidad el gerente del lugar, un millonario, o alguien influyente o muy bien conectado.

Y allí radica precisamente el problema de estos videítos: aparentemente, solo está mal discriminar a aquellos que, por su poder, autoridad o recursos, pueden defenderse a sí mismos e incluso imponer sanciones a quienes tuvieron actitudes racistas o discriminatorias.

En otras palabras, según estos videítos, la manera de evitar ser discriminado es alcanzar un escalón social por encima del discriminador, por ejemplo, acumulando una acaudalada cuenta bancaria, llegando a ser el dueño de la empresa, siendo familiar cercano de alguien poderoso y reconocido, o convirtiéndose en un “influencer”.

Sin embargo, una reflexión más profunda revela que, desde esa perspectiva, alguien podría creer que por tener mucho dinero, poder o influencia, eso le daría la oportunidad e incluso el derecho de discriminar sin reparos a quien quisiera. Y eso es exactamente lo que sucede en la vida real, como lo vemos y experimentamos casi todos los días.

Estos videos (y seguramente muchos otros similares sobre otros temas), lejos de elevar la consciencia de un problema real, proclaman que la razón por la que somos discriminados es que aún no hemos subido lo suficiente en la escalera del éxito como para que otros se vean forzados a aceptarnos o deban pagar las consecuencias de no hacerlo.

Aún peor, en muchos casos estos videítos presentan la discriminación en el contexto de alguien que intencionalmente oculta o enmascara su verdadera identidad para provocar ciertas reacciones y, aunque esas reacciones sean repugnantes e inaceptables, uno debe cuestionarse si el engaño es la mejor manera de desenmascarar la discriminación.

Debe quedar claro, entonces, que estos videos no son más que otro ejemplo no solo de mala información, superficial y dañina, sino de una profunda banalización de un serio problema social, con la única meta de lograr que las personas vean esos videos y, así, colectar “Me gusta”.

Nada nuevo. En la década de 1960, en su estudio sobre la banalidad del mal, la filósofa Hannah Arendt advertía sobre la peligrosidad de aquellos que actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen, pero que no reflexionan ni sobre esas reglas ni sobre el origen o las consecuencias de sus acciones.

Seguimos igual, o quizá incluso peor, porque, como lo explica Arendt, al trivializar el mal contribuimos activa o pasivamente al horror del mal, anulando así todo pensamiento y diálogo.

De la ciencia ficción a la realidad: desdibujando fronteras y abrazando lo imaginal

Hace poco menos de 30 años (1995), el episodio “Exploradores” de Viaje a las Estrellas: Abismo Espacial 9 presentaba al comandante Benjamin Sisko creando una réplica de una antigua nave espacial impulsada por velas solares. Ahora, la NASA anunció que una nueva nave espacial desplegó con éxito sus velas solares.

También hace 30 años (1993), Parque Jurásico se enfocaba en recrear animales extintos, específicamente dinosaurios, usando material genético. En esa fantasía, con la tecnología apropiada y dejando de lado consideraciones éticas, se clonaban distintas especies de dinosaurios. Pero según la empresa Colossal Biosciences, estamos cerca de clonar mamuts.

En uno y otro caso (y en muchos otros ejemplos que podrían darse), la situación es la misma: lo que hace pocas décadas era solamente ciencia ficción presentada en el marco de una o dos horas de entretenimiento ahora se ha vuelto una realidad. No una posibilidad. No un tema de estudio, sino una realidad.

En el caso de las velas solares, la NASA confirmó en un comunicado de prensa que a la 1:33 pm (hora del este de Estados Unidos) del 29 de agosto pasado, el Sistema Avanzado de Velas Solares Compuestas (ACS3) desplegó con éxito la nueva tecnología. Un día después, Ben Lamm, CEO de Colossal Biosciences, informó que la “desextinción” de mamuts “está más cerca de lo que la gente cree”.

Cuando lo que antes era impensable ahora ya sucedió, cuando la ficción se vuelve real y la realidad supera a la ficción, cuando se desdibujan los límites entre fantasía y realidad, entre posible e imposible, en ese mismo instante es cuando deberíamos abrirnos y conectarnos con lo imaginal. Léase con cuidado: hablamos de lo imaginal, no de lo imaginario.

Henry Corbin, un filósofo y orientalista francés del siglo pasado, desarrolló la idea de lo imaginal como un concepto central en el contexto de la filosofía y misticismo sufí e islámico iraní.

Corbin distingue entre lo imaginario, que generalmente se asocia con fantasías o invenciones sin realidad, y lo imaginal, que refiere a una realidad intermediaria, un mundo autónomo y objetivo que es tan real como el mundo material o espiritual, pero que se percibe a través de la imaginación activa. Abrirse a lo imaginal es aprender a percibir un nuevo nivel de la realidad.

Obviamente, la ficción en general y la ciencia ficción ejemplifican, como también lo hace el arte, esa apertura mental y emocional, y en muchos casos incluso espiritual, hacia otro nivel de la realidad, o, como decía Corbin, a un “mundus imaginalis" en donde las formas espirituales y los símbolos adquieren una presencia concreta más allá de la razón y de las experiencias sensoriales.

De esa manera, lo absurdo, lo imposible y lo impensado dejan de ser meras excusas para consumir algo de entretenimiento, es decir, dejan de ser una forma de escape de la realidad, para convertirse en medios de acceso a niveles más profundos de esa misma realidad por medio de experiencias que no pueden ser reducidas ni a abstracciones ni a conceptos.

Astropolítica y carrera espacial corporativa: un peligroso renacimiento de las ambiciones coloniales

Mientras nosotros dedicamos toda nuestra atención a nuevos videos, toda nuestra preocupación a los “Me gusta” y toda nuestra ansiedad a los resultados de nuestro equipo favorito (del deporte que sea), la nueva exploración espacial parece peligrosamente recrear el imperialismo colonizador y explotador que ha prevalecido en el mundo desde hace medio milenio.

Desde hace décadas, expertos en el tema advierten que, más allá de la innegable curiosidad científica y de los impresionantes avances en tecnociencia, las claras ambiciones geopolíticas de los países participantes en la exploración espacial delatan el potencial de una nueva era de explotación y colonización, esta vez en el espacio.

Estamos exportando más allá de la Tierra las mismas conductas y actitudes que han llevado a la humanidad a su precaria situación actual de constantes conflictos en un planeta cada vez más degradado.

En ese contexto, la Dra. Mary-Jane Rubenstein, filósofa experta en ciencia y religión de la Universidad Wesleyana, ha señalado en varias ocasiones los innegables paralelos entre el imperialismo de la Edad Moderna (que, en vez de terminar, parece ahora trasladarse más allá de la atmósfera terrestre) y las actuales tareas de exploración espacial.

En su libro Astrotopía: La peligrosa religión de la carrera espacial corporativa, Rubenstein argumenta que, a diferencia de lo sucedido entre los siglos 15 al 19, el nuevo imperialismo utiliza “altas formas de tecnología”, antes impensables, enmarcadas en una especie de retórica “cuasi religiosa” con ideas como “destino cósmico” o “salvación de la humanidad”.

Además, se menciona una larga lista de “recursos naturales” que podrían “extraerse” de los asteroides, y se habla de “colonizar” la Luna o Marte, creando allí “un nuevo mundo”.

Si alguien duda de la existencia de esa retórica, basta mencionar que existen numerosas películas y series televisivas que se enfocan precisamente en presentar y propagar esa visión, que se asemeja más a la conquista por la fuerza, el comercio o la religión presentada por Asimov en la trilogía Fundación que a la visión casi utópica de Viaje a las Estrellas de Roddenberry.

Sea como fuere, el reciente lanzamiento (literalmente) de la exploración espacial corporativa, además de llevar a sus astronautas a quedar estancados en el espacio o de pasear a celebridades, genera serias preguntas sobre dejar de lado la ciencia para darle prioridad a las ganancias, sobre disputas sobre derechos y propiedades en el espacio, y sobre nuevas formas de injusticia y explotación.

Por su parte, el Dr. Bleddyn E. Bowen, experto en relaciones internacionales de la Universidad de Leicester, asegura en su libro El pecado original: poder, tecnología y guerra en el espacio exterior que la carrera espacial se basa en una “astropolítica” cuyo elemento esencial es “la capacidad militar de tener influencia global”, sin consideración de los seres humanos.

Llevar al espacio el pensamiento imperialista y colonizador de la modernidad es simplemente trasladar esas ideas a un nuevo lugar. Pero, como ya dice el final del Lazarillo de Tormes (1554), “nunca mejora la vida de quien sólo cambia de geografía, pero no de costumbres”.

Algoritmos y monólogos: de la comunicación fragmentada a la pérdida de lo sagrado

Recientemente presencié (por casualidad, sin participar) un extraño intercambio en una reunión social en el que una persona mencionaba un tema y compartía un brevísimo comentario, y luego otra persona hablaba de otro tema, sin conexión con el anterior, y así sucesivamente. Fue ver en la vida real el flujo de posteos en Facebook.

Aclaro que no se trató de una actividad programada en la que se les pidió a los participantes que hablasen de esa manera. Se trató de un evento espontáneo en un encuentro informal en el que pensamientos concatenados, pero desconectados, surgían y desaparecían con la misma rapidez que los mensajes en las redes sociales.

Existen, obviamente, varios ejemplos de pensamientos fragmentados. Por ejemplo, gran parte del material escrito y producido por los filósofos griegos más antiguos solo ha llegado hasta nosotros en forma de fragmentos. Y lo mismo sucede con la mayoría del texto de los rollos del Mar Muerto. Se trata de pensamientos fragmentados que alguna vez estuvieron completos.

Otra forma de pensamiento fragmentado es aquella que se asemeja a colectar pepitas de oro: cada pepita es solo una parte del total colectado, pero a la vez cada pepita agrega algo de valor (el suyo propio) al total. O, si se prefiere, existen pensamientos que son como piezas de un rompecabezas. Al unirse, cada fragmento nos acerca a una mejor versión de la imagen final.

Pero ninguno de esos elementos estuvo presente en el intercambio que escuché el otro día. No hubo fragmentos perdidos, ni se trató de generar algo de valor ni de formar una imagen más precisa del mundo. No fue una conversación ni mucho menos un diálogo, sino un rápido intercambio de micro monólogos sin conexión alguna con el anterior o con el siguiente.

Esa internalización inconsciente de los algoritmos resulta poco divertida y muy peligrosa. Ese peligro radica en dejar de lado el diálogo (día-logos), un elemento clave, incluso se diría esencial, de la humanidad del ser humano porque, en definitiva, somos seres dialógicos en todos los aspectos de nuestra vida. No somos mensajitos, videítos o “Me gusta”.

En una reciente entrevista (16 de agosto), el Dr. John Vervaeke expresó que “se accede a la cognición distribuida interconectada y se cultiva la sabiduría personal dialógicamente”, subrayando que incluso deberíamos buscar “una relación dialógica con lo sagrado”, es decir, “poder hablar con lo sagrado, entablar una conversación con lo sagrado.”

De hecho, afirma este filósofo y neurocientífico, la razón es “dialógica por naturaleza”, por lo que debemos “intentar recuperar el diálogo”.

Resulta lastimosamente obvio que si a duras penas podemos conversar con otras personas, incluso si están junto a nosotros, eso se debe a que ya no existe un diálogo interno anterior, simultáneo y posterior al diálogo externo. En ese contexto, pocas esperanzas quedan de que podamos hablar con lo sagrado, porque el diálogo con lo sagrado no es unidireccional.

Si el diálogo es “inamovible” del ser humano, si somos “seres esencialmente dialógicos” (Vervaeke), perder el diálogo es perdernos a nosotros mismos.

La nueva importancia de la humildad socrática en la época de la tecnociencia

En la Apología de Sócrates (23a), Platón presenta a Sócrates explicando que cuando el Oráculo de Delfos lo declaró el más sabio de todos los seres humanos, lo que realmente quiso decir ese oráculo es que la sabiduría de Sócrates consistía en entender que “la sabiduría humana vale poco y nada”.

Casi dos milenios y medio después, esta perspectiva sigue siendo profundamente relevante, y necesitamos recuperar esa sabiduría para navegar los desafíos del mundo moderno.

Sócrates, que nunca escribió un libro sobre sus pensamientos, sigue siendo sin duda uno de los más influyentes filósofos de la cultura occidental y, muy probablemente, uno de los pensadores más ambiguos (si se permite la expresión) debido precisamente a su capacidad de autoconocerse.

Cuando Sócrates afirma que el verdadero mensaje de la divinidad es que “la sabiduría humana vale poco y nada”, esa afirmación no indica ni desprecio ni menosprecio por la sabiduría humana, sino que es más bien un lamento por el hecho de que, ya en aquella época, y más aún en la nuestra, hemos “rebajado” la sabiduría a algo así como la mera acumulación de conocimientos o, peor aún, a la capacidad de alcanzar ciertas metas.

Sócrates nos advierte que el “valor” de la sabiduría no radica en su potencial utilidad; es decir, la sabiduría no es una “herramienta” con la que “se hacen” cosas. De manera más estricta, la sabiduría no consiste ni en la acumulación de conocimientos ni en la adquisición de habilidades técnicas.

Para Sócrates, reconocer nuestra propia ignorancia (“Sólo sé que no sé nada”) y aceptar que la sabiduría humana “vale poco y nada” forman los cimientos de la verdadera sabiduría. Desde esta perspectiva, y midiendo con esta vara, los “expertos” y los “intelectuales” tanto de aquella época como de la nuestra, diría Sócrates, no son realmente sabios.

La razón es clara: nos hemos vuelto tan adictos a nuestras propias ideas (como dijo el Padre Richard Rohr) que estamos enceguecidos por nuestras creencias, conocimientos y habilidades, al punto de confundirlos con sabiduría. Esa ignorancia no solo se ignora a sí misma, sino que es una ignorancia arrogante que se autoproclama como sabiduría.

Por el contrario, para Sócrates, “el ser humano surge como una entidad imperfecta, pero mediante el aprendizaje permanente, la humanidad puede alcanzar un nivel de realización personal y plenitud”, como expresa Fatih Demirci en el artículo “Sócrates: el profeta del aprendizaje de por vida”.

Sócrates llamó a su conducta “filosofía” y a sí mismo “filósofo”, sugiriendo que “el aprendizaje es una búsqueda incesante de conocimiento sin la intención de alcanzar un fin”, agrega Demirci.

En el siglo 21, el ideal socrático de la "vida examinada", las limitaciones de la sabiduría humana y la centralidad del autoconocimiento tienen una profunda relevancia. A medida que nuestro mundo se vuelve cada vez más complejo e interconectado, la humildad para reconocer los límites de nuestra comprensión y la voluntad de cuestionar continuamente nuestras suposiciones son cualidades esenciales para afrontar los desafíos que enfrentamos, tanto a nivel individual como global.

Ecos de la Ilustración: los peligros de delegar el pensar propio en este mundo fragmentado

Con cierta frecuencia, tanto en conversaciones directas como por medio de las redes sociales, escucho o leo a personas que están buscando a algún gurú, o referente, o influencer que les provea respuestas y soluciones para los problemas que esas personas enfrentan en sus vidas en el contexto de un mundo cada vez más caótico, complejo e impredecible.

Lo que me llama la atención no es solamente la creciente frecuencia con la que se expresan esos pedidos sino que, a la vez, lo que se busca no es alguien que facilite un diálogo tanto interno como externo para encontrar así las respuestas que desesperadamente se buscan, sino que se desean recibir directamente esas respuestas, delegando en el “referente” esa responsabilidad.

Dicho de otro modo (y simplificando y generalizando indebidamente), no existe un deseo de diálogo sino que se espera un monólogo unidireccional en donde el incuestionable “sabio” exprese su “sabiduría” con tanta autoridad y carisma de modo que esa “sabiduría” puede ser aceptada acríticamente. Esa aceptación acrítica de autoritarios carismáticos es peligrosísima.

La situación no es nueva, pero parece haberse agravado en un contexto sociocultural global en el que el mundo conocido se fragmentando y desdibujando día tras día ante nuestros propios ojos para ser reemplazado por algo aún demasiado difuso como para entenderlo, parecido (pero en la vida real) a la ficticia enciclopedia china “Emporio celestial de conocimientos benévolos” mencionada por Borges en El idioma analítico de John Wilkins (1952).

En su prefacio a El Orden de las Cosas (1970, xv), Foucault, tras explicar que el origen de su libro es precisamente el mencionado pasaje de Borges, añade que Borges captura cuán perturbados ahora estamos “por el colapso de la milenaria distinción entre lo Mismo y lo Otro” y, como consecuencia, por “las limitaciones de nuestro propio sistema de pensamiento”.

Pero ya en 1784, en su opúsculo Qué es el Iluminismo, Kant se lamentaba de la “pereza y cobardía” de aquellas personas que “con gusto permanecen en la inmadurez durante toda la vida” porque “les resulta muy fácil ser inmaduros”.

Como bien dice Kant, se trata de personas que reemplazan su propia consciencia y su entendimiento por algo externo (un libro, un pastor, un médico). En nuestra época debemos agregar un influencer, un videíto, un posteo. 

Como explica Kant, en presencia de un “guardián benevolente”, muchos prefieren (preferimos) que esa persona se haga cargo y responsable del “tedioso trabajo” de tener que pensar por uno mismo. El resultado, afirma este filósofo, es dejar de ser humanos (es decir, ser responsables por nuestras propias vidas) para transformarnos en “criaturas dóciles” y “domesticadas”.

Pero para pensar por nosotros mismos debemos tener la libertad de pensar, una libertad que ya en la época de Kant había sido fuertemente restringida y que en nuestra época se restringe al reemplazarse “pensar” con “calcular” y “calcular” con la posibilidad de elegir entre ciertas opciones ya predeterminadas.

Sé muy bien que este balbuceo mayormente incoherente poco y nada aporta a un pensamiento propio. Sólo quisimos intentarlo,

El perpetuo ciclo de narrativas limitantes: Resistiendo la activación de narrativas cuánticas

Recientemente me encontré, totalmente por causalidad, con un joven quien, poco después de comenzar una conversación informal, me indicó que ya había abandonado una cierta creencia limitante a la que estaba apegado desde la infancia. Pero antes de que yo pudiese decir algo quedó claro que este joven había reemplazado su creencia por otra tan limitante con la anterior.

Sé muy bien que las personas con frecuencia se apegan a una narrativa o historia particular que les ofrece una cierta comprensión del mundo que les permite sentirse seguros y hasta en control. Pero cuando esas narrativas son desafiadas (sea por cambios en la vida de la persona o cambios en el mundo), muchas personas prefieren no abandonar esa narrativa, aunque resulte inoperante.

La alternativa sería abrazar y activar un enfoque más flexible y fluido, es decir, una narrativa que permita y facilite el acceso a la realidad adyacente y a nuevas posibilidades, e incluso a un nuevo futuro, lo que se conoce como narrativa cuántica (parafraseando a David Boje).

Pero esa alternativa de activar una narrativa cuántica resulta casi imposible si alguien está tan aferrado, tan inmerso dentro de su propia narrativa que considera que esa narrativa constituye la totalidad de la realidad, del mundo, de la historia y hasta de las posibilidades que esa persona tiene para sí mismo en el presente y en el futuro.

Resulta obvio que ese es precisamente el efecto de las narrativas limitantes: atraparnos dentro de nuestra propia ficción por medio de una telaraña de representaciones mentales de los personajes, eventos y valores que definen el mundo presentado por esas narrativas. Pero tarde o temprano toda narrativa enfrenta desafíos cognitivos o emocionales que obligan a repensarlas.

Sin embargo, lamentablemente, en lugar de reconocer las limitaciones de su narrativa actual y de explorar nuevas formas de pensar y actuar para darle sentido a sus experiencias pasadas, presentes y futuras, muchas personas se aferran a una narrativa limitante simplemente porque ya la conocen o la reemplazan por otra narrativa igual de limitante, pero “nueva”.

Este patrón de intercambio de narrativas limitantes sin nunca llegar a una narrativa o historia cuántica (es decir, incierta, ambigua y compleja, pero siempre llena de posibilidades) refleja una tendencia humana fundamental a buscar certeza y estabilidad frente a la incertidumbre y el cambio, pero rechazando la oportunidad de madurar como persona frente a ese desafío.

Las razones de esta resistencia a dejar de lado una narrativa limitante y a activar una narrativa cuántica son complejas y se arraigan en las dinámicas psicológicas y cognitivas del compromiso narrativo, excediendo así los límites de este breve comentario.

Sea como fuere, queda claro que resulta muy difícil abandonar aquellas historias y creencias adquiridas acríticamente durante los años formativos de la infancia y adoptar una comprensión más abierta y multifacética de nuestras vidas.

Pero para avanzar hacia una comprensión más profunda del mundo y de nosotros mismos eso es lo que deberíamos hacer para reflejar la verdadera naturaleza de nuestras vidas y de la realidad.

¿Desenmascaran los taquiones el enigma del futuro?

Imaginemos un mundo donde los límites del tiempo y el espacio se desdibujan, donde lo imposible se vuelve posible y donde los misterios del universo se desvelan ante nuestros ojos. De eso se trata precisamente el reino de los taquiones, esas partículas hipotéticas que superan la velocidad de la luz.

Durante décadas, los taquiones han cautivado la imaginación tanto de los físicos como de los entusiastas de la ciencia ficción, prometiendo un vistazo a una realidad donde las leyes de la física, tal como las conocemos, se trastornan.

Los taquiones, si es que realmente existen, podrían ser la clave para entender algunos de los secretos más profundos del universo, desde la naturaleza de la causalidad hasta la tentadora posibilidad de los viajes en el tiempo. Aunque la comunidad científica sigue dividida sobre la existencia de estas enigmáticas partículas, sus implicaciones teóricas continúan despertando curiosidad y debate.

Los investigadores han profundizado en varios aspectos de los taquiones, explorando cómo estas partículas podrían influir en las interacciones de partículas elementales o contribuir a la misteriosa materia oscura que compone gran parte del universo. Algunos especulan que los taquiones podrían explicar fenómenos cósmicos como los estallidos de rayos gamma y los rayos cósmicos de ultra alta energía, ofreciendo una nueva perspectiva sobre las fuerzas que dan forma a nuestro cosmos.

Una de las ideas más fascinantes y controvertidas en torno a los taquiones es su potencial retrocausalidad, es decir, podrían enviar información desde el futuro al pasado, un concepto que desafía nuestra comprensión de cómo opera el universo. Imaginemos recibir un mensaje del futuro o presenciar un evento antes de que suceda.

Tales escenarios son propios de la ciencia ficción, pero ilustran las profundas implicaciones de los taquiones y nuestra vida cotidiana cambiaría totalmente si realmente pudiéramos recibir mensajes del futuro o presenciar eventos antes de que sucedan.

Sea como fuere, la existencia hipotética de los taquiones y su potencial para permitir la retrocausalidad abre una puerta a un reino de posibilidades que estiran la imaginación y desafían nuestras suposiciones más profundas sobre la realidad. Ya sea a través de cambios psicológicos, despertares espirituales o avances científicos, la exploración de estas ideas nos invita a reflexionar sobre lo extraordinario y a abrazar lo desconocido con curiosidad y asombro.

A pesar del apropiado escepticismo científico y de los formidables desafíos tecnológicos para probar su existencia, el atractivo de los taquiones radica en su capacidad para empujar los límites de nuestro conocimiento.

Los taquiones invitan a repensar lo extraordinario y a considerar la posibilidad de que lo que antes parecía ciencia ficción podría algún día convertirse en realidad. Así como los viajes espaciales pasaron de ser fantasía a la realidad, la exploración de los taquiones podría eventualmente revelar nuevas dimensiones de nuestro universo.

La pregunta permanece: ¿Qué papel, si alguno, desempeñan los taquiones en el gran tapiz del universo? ¿Podrían remodelar nuestra comprensión del tiempo, el espacio y la causalidad? De hecho, ¿qué papel, si alguno, desempeñamos los humanos en el gran tapiz del universo?

Robots inteligentes con cerebros humanos: Un futuro de ficción ahora real

Recientemente leí un artículo sobre un tema que está captando mucho interés: la llegada de robots inteligentes con "organoides cerebrales humanos". Esta idea, que hace unos pocos años parecía sacada de la ciencia ficción, ya es una realidad gracias a investigadores de la Universidad de Tianjin, en China.

Los organoides cerebrales son estructuras tridimensionales cultivadas en laboratorio que imitan ciertas características del cerebro humano. A partir de células madre, estos mini-cerebros pueden desarrollarse hasta mostrar actividad eléctrica similar a la del cerebro humano. La integración de estos organoides en sistemas robóticos abre un sinfín de posibilidades, algunas incluso aterradoras.

Una de las proyecciones más sorprendentes es que estos cerebros artificiales podrían vivir mucho más que un cerebro humano natural. Se estima que, bajo condiciones controladas y optimizadas, estos organoides podrían funcionar durante cientos de años, quizás más de 600 años. Este dato no es ciencia ficción y tiene profundas implicaciones para el futuro de la humanidad.

Imaginemos por un momento un futuro en el que los robots no solo sean máquinas programadas para hacer tareas específicas, sino entidades con capacidades cognitivas avanzadas gracias a sus cerebros humanos. Estos robots podrían aprender y adaptarse de maneras mucho más complejas que las actuales inteligencias artificiales basadas en algoritmos.

Además, la longevidad de estos cerebros podría permitir una acumulación de conocimientos y experiencias a lo largo de varios siglos, creando una continuidad en el aprendizaje y la evolución que actualmente no es posible.

Este avance tecnológico (concreto, real, actual) nos invita a reflexionar sobre varios aspectos éticos y filosóficos no de los robots, sino de los humanos, especialmente sobre qué significa ser humano y si los robots pudieran eventualmente tener una consciencia casi humana. Estas son cuestiones que la sociedad tendrá que responder inevitablemente en el futuro cercano a medida que esta nueva era de la tecnología siga desarrollándose.

Además, la posibilidad de una longevidad extendida de los cerebros humanos en robots nos lleva a reconsiderar el concepto de mortalidad y la naturaleza del ser. La idea de una conciencia humana que pueda durar siglos desafía nuestra comprensión actual de la vida y la muerte.

¿Estamos preparados para enfrentar las implicaciones de una existencia prolongada? ¿Qué significaría esto para nuestra evolución cultural y social? ¿Se están humanizando los robots o nos estamos robotizando los humanos?

A la vez, el mantenimiento y la actualización de estos sistemas robóticos con cerebros humanos requerirán avances significativos en biotecnología y ciberseguridad. La protección de la integridad y la privacidad de estos cerebros será crucial para evitar abusos y garantizar que esta tecnología se utilice de manera ética.

 

Al final, la posibilidad de robots inteligentes con cerebros humanos representa un salto monumental en el desarrollo tecnológico. Es crucial que reflexionemos sobre las implicaciones éticas y filosóficas de este avance.

Este tema, sin duda, seguirá capturando nuestra imaginación y el debate en los años venideros. ¿Estamos listos para el futuro que se avecina? La respuesta, quizás, se encuentra en nuestra capacidad de reflexionar y adaptarnos a estos nuevos paradigmas.

Transmitiendo sabiduría a través de milenios: lecciones de rituales aborígenes para el futuro humano

Recientemente leí un artículo (en Phys.org) en el que se indica que arqueólogos encontraron evidencia de que las comunidades aborígenes australianas transmitieron el mismo ritual de una generación a otra durante 50 generaciones, es decir, desde hace 12.000 años (el final de la edad de hielo) hasta el presente. Me pregunto si nosotros tendremos la habilidad de dejar un mensaje a nuestros distantes descendientes.

Mi primera reacción fue pensar que no podemos hacerlo. A pesar de toda nuestra avanzada tecnología, la rápida obsolescencia tecnológica, las constantes disrupciones sociales (sean naturales o causadas por los humanos) y los cambios culturales han hecho que los conocimientos y la búsqueda de la sabiduría se hayan vuelto irrelevantes. ¿Qué les dejaremos a nuestros descendientes? ¿Memes y videítos?

Además, estamos tan encerrados en el corto plazo (de hecho, en la gratificación inmediata) que no podemos pensar más allá de un “ahora” mal entendido como este efímero momento imposible de atrapar, mucho menos de retener. No pensamos en el futuro, mucho menos en el futuro dentro de 12.000 años. No pensamos en narrativas universales, ni en adaptabilidad, ni en resiliencia, excepto superficialmente.

Es verdad que el aislamiento cultural y geográfico de las comunidades aborígenes de Australia contribuyó a que un ritual (es decir, una práctica intergeneracional de acceso a la sabiduría) se haya mantenido durante tanto tiempo. Pero eso no es suficiente para explicar la continuidad del ritual. Otros elementos, como la cohesión social, el respeto a los ancianos, el apego a la tierra y las tradiciones orales deben ser tenidos en cuenta.

Podríamos decir que, desde una perspectiva galáctica, el planeta Tierra es un lugar tanto aislado cultural y geográficamente como lo es la tierra habitada por los aborígenes australianos en comparación de todo el planeta. Si así fuese, tenemos mucho que aprender de los aborígenes australianos para aprender a crear una comunidad planetaria que no confíe sólo en la tecnología y no cause su propia extinción.

El simple hecho de ver que es posible pensar a largo plazo y transmitir conocimientos y sabiduría relevantes para una generación 50 generaciones después de la nuestra debe ser considerado como una invitación a nuestra sociedad de repensar la manera en que preservamos y transmitimos nuestros conocimientos y sabiduría a las generaciones de todo el planeta y de todas las culturas.

El considerar si existe en nosotros algo tan valioso que lo seguirá siendo dentro de 12.000 años podría comenzar en repensar la manera en la cultivamos sabiduría, la manera que nos conectamos con la tierra, la manera que creamos experiencias compartidas y recuerdos colectivos, la manera que estamos presentes en el presente y también en el futuro, y la manera que la sabiduría colectiva llegará a distantes generaciones.

Quizá, para beneficio de nuestros descendientes, sea hora de pensar en bibliotecas espaciales y en portales de información cuántica para generaciones humanas no basadas en la tierra. Sea como fuere, dejarles un mensaje significativo a nuestros distantes descendientes requiere un profundo estudio de la esencia de la sabiduría humana.

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