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Proyecto Visión 21

NOTA: Estos comentarios reflejan nuestros pensamientos y reflexiones sobre un cierto tema en el momento en que fueron escritos. Los comentarios no son nunca la versión final de lo que pensamos y pueden o no guiar nuestras acciones en nuestro trabajo profesional. 

COMENTARIOS SEMANALES

Tanto aprendimos a dudar de todo que, por no creer en nada, creemos en todo

El filósofo griego Aristóteles enseñaba hace unos 2300 años que para determinar si algo era real se necesitaban tres elementos: que nuestros sentidos estuviesen funcionando adecuadamente, que no hubiese perturbaciones u obstáculos externos restringiendo nuestros sentidos, y que otras personas tuviesen las mismas percepciones en el mismo contexto. 

Luego, allá por el siglo 15 de nuestra era, Nicolás Copérnico propuso que la tierra (y los otros planetas conocidos en aquella época) giraban alrededor del sol, o, más específicamente, un punto cercano al sol. Pero para muchos fue difícil aceptar el heliocentrismo debido a un gran obstáculo: Aristóteles.
 

Después de todo, si nuestros sentidos funcionan adecuadamente y si se trata de un día despejado, podemos ver al sol salir por el este y ocultarse por el oeste. Además, toda otra persona en circunstancias similares puede ver lo mismo. Por eso, siguiendo a Aristóteles, la única conclusión posible era que Copérnico estaba equivocado. 
 

Pero lo que la revolución copernicana nos enseñó no fue en dejar de confiar en Aristóteles, sino en dejar de confiar en nuestros sentidos. Dicho de otro modo, lo que antes parecía una garantía de realidad (“ver para creer”) dejó de serlo. Y había algo más: si Aristóteles, el gran filósofo griego altamente estimado durante la Edad Media estaba equivocado, ¿quién más lo estaba?
 

Allá por 1517, el monje alemán Martín Lutero ofreció su propia respuesta a esa pregunta: todos. La llamada Reforma Protestante, con Lutero como su máxima expresión, no significó sólo cambiar una doctrina por otra, sino dejar de lado 15 siglos de tradición religiosa. Dicho de otro modo, la tradición quedó desvalorizada como repositorio de verdad y sabiduría.
 

Ahora bien, si ya no podemos confiar en nuestros sentidos ni en la tradición, entonces, ¿en qué podemos confiar? Simplificando en exceso, podría decirse que, siguiendo a Lutero, cada uno de nosotros sólo puede confiar en sí mismo (la “salvación” es individual) y en nuestra capacidad de raciocinio. 
 

Pero allá por el siglo 17 Descartes, con su duda metódica, puso en duda todo nuestro conocimiento. Y en el siglo 19 y parte del siglo 20, Marx, Nietzsche y Freud, cada uno a su manera, nos enseñaron a sospechar de la racionalidad y de la (supuesta) verdad de la modernidad, como lo explicó Paul Ricoeur en 1965. 
 

Como si todo eso ya no fuese suficiente como para que todo nuestro entendimiento de la realidad y de nosotros mismos se derrumbase, Darwin puso en marcha el proceso de destronar al ser humano de la cúspide de la creación y la astronomía del siglo 20 nos removió del centro del universo al aceptar que la Vía Láctea es sólo una galaxia más, no el universo entero. 
 

Entonces, ¿en qué podemos “pararnos”? En nada. Pero eso no significar caer en un nihilismo trivial, sino que la actual situación es una invitación a desarrollar una nueva narrativa (cuántica), entendida como una historia compartida  de experiencias transmisibles y significativas. ¿Por qué? Porque la narrativa nos eleva por encima de la desorientación y la superficialidad. 

 

Se terminaron los grandes relatos y sólo nos quedan narrativas fragmentadas

Recientemente ingresé al gimnasio y, como lo hago todos los días, busqué en mi teléfono la aplicación que contiene el código de barras para marcar mi presencia en el gimnasio. Sólo que ese día la aplicación no se abrió. Al ver mi predicamento, la joven recepcionista, antes de que yo dijese nada, dijo: “Si usted no saber usar su email yo le enseño. No es difícil”. 

Preferí en ese momento ignorar su actitud claramente prejuiciosa y me trasladé a una mesa cercana para esperar que finalmente se abriese la aplicación. La joven recepcionista se acercó y me dijo que es normal olvidarse de cómo acceder al email o no saber cómo usarlo. Y repitió que ella me podía ayudar. 


En ese momento, finalmente apareció el código de barras en mi teléfono y, usando el aparato lector correspondiente, ingresé sin problemas al gimnasio. No le dije nada a la recepcionista porque, aunque siempre estoy interesado en reducir el nivel de prejuicios en el mundo, ese no era ni el momento ni el lugar para hacerlo. Pero, obviamente, sigo pensando en el tema. 


Al reflexionar sobre el incidente varios elementos quedaron claros. Y son los mismos elementos o modos de pensar (mejor dicho, de no pensar) que nos encontramos una y otra vez en nuestra vida, muchas veces sin reconocerlos. Por ejemplo, esta joven recepcionista (aunque su juventud no la excusa de su actitud) asumió que yo era el problema. 
 

En el contexto de narrativa terapéutica se utiliza con frecuencia la frase “La persona no es el problema. El problema es el problema”. De esa manera, se resguarda la humanidad de la persona y no se acude a ningún artilugio para disminuir la capacidad o la dignidad de esa persona, sin importar cuál sea el problema. Pero ese enfoque ya no existe en nuestra sociedad.
 

Por eso, la recepcionista en cuestión, sin ninguna base concreta para hacerlo, asumió que yo no sabía usar el teléfono en vez de entender (sin asumir nada) que la aplicación requirió más tiempo que el habitual para abrirse. Y eso lleva a otro elemento preocupante: creer que la tecnología, sea un teléfono inteligente o la inteligencia artificial, nunca se equivoca.
 

Esa confianza casi ciega en la tecnología y ese desmerecimiento encarnecido de la dignidad humana surgen, creo, de la sensación de desorientación en la que se vive en este mundo en constante cambio, entendiendo “desorientación” como la pérdida de sentido, es decir, tanto de dirección como de significado. 
 

En ese contexto, toda narrativa se fragmenta y el diálogo se vuelve imposible, dando así origen a la desagradable situación en la que, de antemano (es decir, pre-juicio) se “encasilla” y “cataloga” a los humanos en ciertas categorías y se deposita toda nuestra confianza en una tecnología “inteligente” con la que hemos aprendido a crear inútiles “obras de arte” con poca o ninguna creatividad. 

El futuro nos convoca: entendiendo las señales en nuestro camino

Recientemente, en una carretera al otro lado de la ciudad donde resido, se produjo un trágico accidente. Un hombre de avanzada edad, nonagenario, ingresó equivocadamente en dirección contraria a una concurrida autopista durante la noche, resultando en una colisión frontal con otro vehículo. Este terrible suceso ocasionó la muerte tanto del anciano como del otro conductor. Este incidente podría contener una lección importante para todos nosotros.
 

Después del accidente, periodistas locales entrevistaron a varios conductores que habían logrado evitar el vehículo que circulaba en dirección contraria. Todos ellos mencionaron que, aunque otros conductores e incluso la policía intentaron advertirles del peligro inminente, no comprendieron las señales y las ignoraron.
 

En sus declaraciones a los medios, un conductor explicó que creía que le advertían de un control de velocidad en la carretera, pero decidió ignorar los gestos de los otros conductores, pensando que se trataba de un error o una broma.

Otro conductor asumió que simplemente lo estaban saludando y comenzó a responder al saludo. Un tercero confesó que no entendió el significado de las luces delanteras que se encendían y apagaban rápidamente, ni los brazos extendidos de las ventanas que se movían de arriba abajo.
 

Si somos honestos con nosotros mismos, algo que es cada vez más raro en el mundo actual, debemos reconocer que algo similar sucede cuando el futuro nos envía señales de algo que se aproxima, no necesariamente malo. 
 

En el pasado, se hablaba de "presagio", una palabra hoy casi en desuso, que significa una señal que anuncia y anticipa un evento. Etimológicamente, presagio significa "olfatear el futuro". En otras palabras, las señales del futuro se perciben, pero no siempre se ven o se entienden.
 

Como nunca hemos aprendido a interpretar las señales del futuro (y ahora tampoco aprendemos del pasado, quedándonos atrapados en un irreal "presente"), tendemos a descartar rápidamente estas señales... hasta que es demasiado tarde para ignorarlas y nos encontramos de frente con ese nuevo futuro. En las escuelas se enseña Historia, pero no (todavía) Futuro. 
 

Por eso, en general, las señales del futuro siempre aparecen como meros atisbos, como brevísimos relámpagos, como formas borrosas. Pero eso no significa que no estén llenas de significado y, en muchos casos, de urgencia. 
 

Pero ¿qué señales nos está enviando el futuro en este momento? ¿Y cuántas de estas señales estamos ignorando porque creemos saber más, porque pensamos que son bromas de mal gusto o que carecen de sentido?
 

Pensemos en el cambio climático, la superpoblación del planeta, la destrucción ecológica, las constantes guerras y la militarización del espacio exterior. Y no olvidemos la posibilidad de una inteligencia artificial general que podría surgir hacia 2030, escapando al control y comprensión humanos.
 

¿Qué más señales necesitamos? Ninguna, claramente. Pero por no abrir nuestras mentes y corazones al nuevo futuro, por creer que el futuro aún no existe o que no puede conocerse, seguimos ignorando los presagios. Creemos que podemos recorrer la carretera de la vida sin problemas... hasta que nos encontremos repentinamente de frente con la nueva realidad.

 

¡Lo logramos! La guerra en la tierra ya llegó al espacio

Resulta que en una de las tantas y lamentables guerras que en la actualidad se pelean en este mundo (no importa de qué guerra se trate, porque todas son guerras) un misil de un cierto país derribó a otro misil de otro país en el espacio. Según varios reportes periodísticos, es la primera vez confirmada que la guerra en la tierra llega al espacio.
 

Debemos estar todos muy orgullosos de haber logrado lo que la escena inicial de 2001 Odisea Espacial ya anticipó: ayer éramos cavernícolas arrojándonos huesos y hoy seguimos siendo cavernícolas, pero arrojándonos misiles en el espacio. Queda claro que, de continuar esta tendencia, en poco tiempo estaremos peleándonos en (y destruyendo) otros planetas.
 

Dejando de lado todo sarcasmo (que, de hecho, es ante todo un lamento), parece que no nos basta con arruinar el planeta y desacralizar los pocos lugares sagrados que aún quedaban (si es que todavía queda alguno), sino que ahora también debemos comenzar a pelearnos en y por el espacio rodeando la tierra. Y luego serán, seguramente, los asteroides y los planetas.
 

Quizá este incomprehensible ímpetu por autodestruirnos y por autodestruir todo lo que tocamos, así como esa insensata vocación de ver todo y a todos a nuestro alrededor como materia prima con un valor comercial (el asteroide 16 Psyche está valuado en miles de billones de dólares) son las razones por las que seres inteligentes de otros planetas no nos visitan.
 

Quizá Milan Kundera tenía razón cuando en La insoportable levedad del ser afirmaba que todos en este planeta somos principiantes, indicando que si estamos aquí (en cualquier época de la historia que sea), lo estamos porque aún no hemos aprendido las lecciones que deberíamos aprender para ya no estar aquí.
 

Mientras tanto, seguimos alocadamente repitiendo el mismo ciclo de autodestrucción una y otra vez, implementando programas y desarrollando acciones que no benefician a ningún ser viviente en este planeta (incluyendo al planeta mismo), o que quizá benefician sólo a unos pocos a quienes poco les importa las consecuencias de lo que hacen.
 

Esto no es (ni remotamente) de una teoría de conspiración, sino de una realidad comprobada una y otra vez a lo largo de la historia de la humanidad. Por ejemplo, el predicador itinerante conocido como Pablo confesaba hace dos milenios sobre su incapacidad de evitar hacer el mal que él no quería y su incapacidad de hacer el bien que sí quería. 
 

Y en 1636, Calderón de la Barca nos recordaba en La vida es sueño cuán profundo es nuestro autoengaño, afirmando que “Sueña el rey que es rey, y vive / con este engaño mandando, / disponiendo y gobernando…” y que la vida es “Una ilusión, / una sombra, una ficción…”
 

Y en 1784 Kant fustigaba en ¿Qué es el iluminismo? a sus coetáneos por vivir “en una inmadurez autoprovocada”, entendiendo “inmadurez” como “la incapacidad de usar la inteligencia propia para no ser guiados por otros”. 
 

Llevamos la guerra al espacio, pero, nos guste admitirlo o no, somos cavernícolas. 

No todo cambio es progreso ni toda cosa nueva es una mejora

Recientemente conversé con el gerente de una pequeña empresa quien me comentó tuvo que actualizar el programa de computación que él utiliza para administrar su empresa, desde la base de datos con la información de los clientes hasta cada venta realizada y cada pago hecho. Y el resultado fue desastroso.

Luego de varios meses de idas y venidas con la compañía proveedora del software, así como docenas de visitas por parte de técnicos de esa compañía, el nuevo programa fue finalmente instalado. Y lo mejor que pudieron hacer los instaladores y lograr que el programa funcionase con “un 80 % de eficiencia”, me comentó el gerente.
 

Entre otros problemas, la base de datos de la clientela no fue transferida en su totalidad. Las impresoras no podían conectarse con las computadoras y, cuando lo hacían, imprimían varias veces el mismo material. Y las tareas que antes requerían un solo paso ahora requieren varios pasos, algunos de ellos algo complicados.
 

Aún peor, como la instalación del nuevo programa ya se realizó, no se puede volver al anterior, pero tampoco se sabe cuando este nuevo programa funcionará al ciento por ciento, o incluso si algún día lo hará. Mientras tanto, dijo el gerente, su negocio “sufre”, porque ya no puede atender a sus clientes con la velocidad que antes lo hacía y, por eso, está perdiendo clientes.
 

Creo que cada uno de nosotros ha pasado por experiencias similares cuando, por ejemplo, se realiza una actualización (no solicitada, dicho sea de paso) en sistema operativo de la computadora o del teléfono inteligente. Y resulta que la computadora o el teléfono funcionaban mejor antes de la actualización que ahora.
 

A otro nivel, ese conocido refrán que dice “Estábamos mejor antes cuando estábamos peor” se refleja, por ejemplo, en decisiones del gobierno de lanzar un nuevo plan de salud o de educación, o un nuevo programa para combatir este problema o aquel otro. Pero, por lo general, los resultados son desastrosos y las cosas quedan peor que antes de la llegada de la “solución”. 
 

Y a un nivel global, podemos decir que la humanidad entera está empeñada, intencionalmente o a ciegas, en lograr precisamente los resultados contrarios a los buscados, causando mayores problemas que los que antes existían. Citando otro refrán, el remedio resulta peor que la enfermedad. De hecho, en muchos casos, el remedio es mucho peor que la enfermedad.
 

El problema, obviamente, no es nuevo. Hace dos milenios, Saulo de Tarso (Pablo) se lamentaba de que él hacía el mal que no quería, pero no hacía el bien que sí quería hacer. Parece que poco hemos avanzado desde aquella época y, quizá, la única diferencia sea en este momento que, contrariamente a lo expresado por Pablo, cada vez son más quienes sí quieren hacer el mal.
 

Debe quedar claro que no estoy sugiriendo ni regresar al pasado (es imposible), ni rechazar el cambio (también es imposible). Pero no todo cambio es beneficioso ni toda “mejora” o “actualización” significa realmente progreso. Dejemos, entonces, de autoengañarnos. 

 

¿Qué conocimiento ya existe hoy que sólo entenderemos dentro de siglos o milenios?

Un reciente reporte, a cargo de la egiptóloga Victoria Almansa-Villatoro y publicado en Smithsonian Magazine, confirma que los hititas (en Anatolia, lo que hoy es Turquía) dieron origen hace 3300 años a la Edad de Hierro al inventar el procedimiento necesario para separar ese metal de otros minerales.

A pesar de lo revolucionario y beneficioso de  de ese avance y de los nuevos conocimientos obtenidos (por ejemplo, saber crear y controlar temperaturas por encima de los 1250ºC), esa práctica tardó unos 700 años en expandirse a otras regiones hasta que finalmente llegó a Egipto y otras culturas de la antigüedad.

Este dato, aportado por Almansa-Villatoro, me llevó a realizar dos preguntas: ¿qué conocimientos gestados hace 700 años (es decir, en los siglos 13 y 14 de nuestra era) recién ahora están comenzado a ser conocidos en nuestra sociedad? Y a la vez, ¿qué conocimientos actuales sólo serán conocidos y compartidos dentro de 700 años, en el siglo 28?

Pero al seguir leyendo el artículo mencionado me encontré con otro ejemplo de un conocimiento perdido en el tiempo ya no durante siglos, sino durante milenios.

Resulta que recientes investigaciones en la pirámide del faraón Unas (o Unis), que reinó aproximadamente entre el 2465 al 2325 antes de nuestra era, llevaron a un asombroso descubrimiento: los egipcios sabían hace unos 4400 años que los meteoritos caían desde el cielo o, para decirlo de otra manera, que los meteoritos eran (son) literalmente objetos extraterrestres.

Y los egipcios llegaron a esa acertada conclusión 4200 años antes de que científicos europeos y estadounidenses aceptasen a principios del siglo 19 (puntualmente, 1833) que los meteoritos llegan a la tierra y no, como se creyó durante mucho tiempo, saltaban desde algún lugar de la tierra para luego caer en otro.

¿Cómo sabemos que los egipcios se adelantaron en miles de años a los científicos modernos? Porque ellos lo dicen explícitamente en una inscripción en el techo de la pirámide de Unas en Saqqarah, la primera con textos en su interior. La inscripción dice: “[El rey] Unas se apoderó del cielo y lo partió por su hierro”.

Entonces, en ese contexto, uno puede pensar si no será el caso de que existe algún otro conocimiento antiguo, trivial o profundo, escrito en algún lugar, que todavía no hemos descubierto o entendido y que quizá sea de beneficio para nosotros.

Y a la vez, ¿qué conocimientos y qué sabiduría estamos nosotros gestando en este momento para que, si fuese redescubierta dentro de más de 4000 años, fuese celebrada por haber sido una sabiduría de avanzada?

Sea como fuere, toda esta situación de conocimientos perdidos y recuperados genera todo tipo de posibilidades. Por ejemplo, el redescubrimiento de antiguas obras de arte y manuscritos griegos y romanos hace aproximadamente medio milenio dio origen al Renacimiento, cuyas consecuencias aún vivimos.

Si nuestra sabiduría actual se perdiese y fuese redescubierta 1500 años después, ¿provocaría un renacimiento de la civilización? Sinceramente lo dudo porque no veo que estemos construyendo algo con ese alto nivel de eternidad.

¿Habrá un renacimiento de la humanidad que permita evitar el fin de la humanidad?

Desde hace milenios, y quizá desde sus mismísimos orígenes, la humanidad ha caminado al borde del abismo. Y en tiempos como los nuestros, hasta nos asomamos al abismo y sentimos vértigo porque, como ya lo explicó Nietzsche, “Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también te mira  a ti” (Más allá del bien y del mal, 146). 
 

Pero a veces, incluso después de comprender que el mayor abismo es el que está dentro de nosotros, surgen chispazos, meros instantes de esperanza que invitan a pensar que un renacimiento, un nuevo lanzamiento de la humanidad es posible. Y quizá los manuscritos de Herculano, quemados hace casi dos milenios por la erupción del Vesubio, sean el inicio.
 

En 1752, unos 800 manuscritos fueron hallados en Herculano, cerca de su ciudad hermana más conocida, Pompeya. Pero solamente ahora, usando nueva tecnología e inteligencia artificial, los expertos han comenzado a leer esos manuscritos. De hecho, sólo se ha leído una sola palabra: “púrpura”, que puede ser una referencia al color, a ropa, o al funcionario vestido con ese color. 
 

Leer esa sola palabra requirió 20 años de trabajo para los expertos de la Universidad de Kentucky, quienes afirmaron que desde ahora se acelerará el proceso de leer ese y otros manuscritos. 
 

Dado que los manuscritos formaban parte de la biblioteca personal del filósofo Filodemo (seguidor de Epicuro), se cree que entre los manuscritos se encontrarían numerosas obras ahora perdidas de autores griegos y latinos de la antigüedad, como las tragedias de Sófocles o los libros de Livio sobre la historia de Roma, o los escritos de Lucrecio o de Cátulo, entre otros. 
 

En ese contexto, el Dr. Robert Fowler, experto en papiros de la Universidad de Bristol en Inglaterra, indicó reciente en entrevista con el New York Times que leer la biblioteca de Filodemo “transformará nuestro conocimiento de maneras difíciles de imaginar”.
 

De hecho, dijo, la única comparación posible es el redescubrimiento de manuscritos antiguos que llevó al Renacimiento europeo durante los siglos 15 y 16 (aunque comenzó dos siglos antes), dando nacimiento a la modernidad, época que ahora se está acabando y de la que estamos saliendo. 
 

Quizá sea exagerado afirmar que leer una sola palabra escrita en griego en un manuscrito quemado hace 2000 años pueda llevar a un renacimiento de la humanidad, es decir, a una nueva forma de entendernos a nosotros mismos, a los otros, al planeta y al universo. Pero quizá este pequeño paso sea la proverbial semilla de mostaza que luego crecerá hasta un gran tamaño.
 

Quizá el mirar con seriedad del pasado, redescubriendo aquella sabiduría que no nos llegó (sea intencionalmente o por caprichos de la historia), nos ayude a repensar las consecuencias de nuestras acciones y de nuestra manera de pensar y, por eso, a cambiarlas. 
 

Obviamente, se podría argumentar que si toda la sabiduría existente aún no ha logrado generar  ese cambio, los libros de Filodemo tampoco lo harán. Sin embargo, una chispa se encendió, un paso se dio y una esperanza renació. 

 

La apariencia de conocimiento nos arrastra al peligroso autoengaño

Recientemente, un conocido me decía que, en su niñez, se vio forzado por una cuestión de tradición familiar a aprender a leer en voz alta el idioma de sus antepasados. Tras varios años, finalmente logró hacerlo. Y aunque hoy, ya sexagenario, puede seguir repitiendo fielmente muchas de aquellas lecturas, nunca aprendió su significado. 
 

“Estoy seguro de que, al hablar aquel idioma, yo he dicho muchas cosas importantes y seguramente muchas cosas lindas. Pero hasta hoy desconozco qué dije. Me enseñaron el idioma, pero no el significado”, me explicó este conocido. 
 

La situación, aunque generada en otra época y en otro contexto, me llamó la atención porque refleja adecuadamente nuestra realidad actual: podemos pretender que leemos algo, podemos pretender que estamos diciendo algo, e incluso podemos pretender que nos estamos comunicando, pero en realidad no sabemos ni entendemos nada de lo que leemos o decimos. 
 

Y si que cree que estoy exagerando, me permito entonces recordar el conocido fenómeno de los “expertos instantáneos”, es decir, aquellos que, tras mirar un video en las redes sociales o recibir una respuesta de alguna inteligencia artificial generativa ya se presentan como “expertos” en un tema del cual no saben ni entienden nada, pero que repiten como si supieran. 
 

En el caso del conocido con quien conversé, él por lo menos estaba consciente de que no sabía el significado de lo que leía o decía. Pero en el caso de estos “expertos instantáneos”, dedicados a vender agua del río, su autoengaño llega a tal nivel que no solamente creen que saben, sino que creen que pueden impartir su supuesta “sabiduría” a otros. 
 

Se ha dicho (no recuerdo quién) que existe algo peor que la ignorancia y es la ilusión del conocimiento. Y esa ilusión de saber prevalece en nuestra época y se expresa de diversas maneras. Por ejemplo, están aquellos que por ver una película de ciencia ficción creen que ya conocen lo suficiente sobre los famosos “agujeros negros” en el espacio. He encontrado varios. 
 

Esa ilusión de conocer, es decir, el no reconocer la ignorancia y de aferrarse a un conocimiento sin fundamentos (“Lo vi en la televisión”, “Lo pusieron en las redes sociales”) lleva a encerrarse dentro de una “caja de resonancia” donde sólo aceptamos aquello que coincide con lo que creemos y rechazamos todo lo que no coincide con nuestras creencias. 
 

Pero al mundo y a la historia poco y nada le importa lo que creamos ni cuántos videítos miremos cada día para sentirnos informados y sabios. Las cosas (todas las cosas) constantemente cambian y parece que lo único que no cambia es nuestro férreo empeño en autoengañarnos al repetir palabras y frases de las que desconocemos el significado. 
 

Quizá sea hora de hacer lo que hizo el conocido con quien hablé: ser honestos con nosotros mismos y darnos cuenta de que en realidad no sabemos nada y nunca lo supimos. Quizá entonces podamos comenzar a tener esos diálogos creativos y generativos que tanto amaba Sócrates y que tan urgentemente necesitamos hoy. 

 

¿Estás listo para certificarte como humano? En poco tiempo será un requisito

La inteligencia artificial generativa (IAG) ha avanzado tan rápidamente durante los últimos pocos meses que, según parece, en el futuro cercano los humanos deberán certificarse como humanos si quieren reclamar derechos de autor para sus creaciones, para lo cual además deberán demostrar que esas creaciones son originales y sin contribuciones de la IAG.

Dicho de otro modo, la IAG ha hecho que en poco tiempo las actuales leyes de derechos de autor se vuelvan obsoletas y, a la vez y por eso mismo, ha obligado a los expertos no sólo a repensar esas leyes sino también a repensar en qué consiste la creatividad humana y, como consecuencia, cómo se define a los humanos para certificar que son (somos) humanos.
 

Aunque la llamada Era Generativa comenzó hace unos 10 años, según Shelly Palmer (un reconocido experto en el tema), sólo ahora se la llegado al punto en el que no sólo es necesario reescribir las leyes de derechos de autor, sino también distinguir entre distintos niveles de creatividad, según el nivel de participación de la IAG en el proceso creativo.
 

Eso significa, por ejemplo, que sólo una obra creada totalmente por un humano y sin intervención de la IAG sería elegible para recibir derechos de autor, siempre y cuando el humano sea totalmente humano, es decir, carezca de elementos cibernéticos en su cuerpo (como visión aumentada) que podrían haberlo ayudado a crear su obra.
 

Surgen, entonces, numerosas preguntas. Por ejemplo, ¿cómo se verificará que una creación es totalmente humana? ¿Tiene que haber un testigo presente en cada paso del proceso creativo? ¿Tiene ese testigo que ser humano o puede ser una inteligencia artificial? 
 

Además, si una creación totalmente humana califica para recibir la protección propia de los derechos de autor, entonces, ¿calificará una creación hecha totalmente por la IAG para recibir esos mismos derechos? ¿Y qué pasará con las creaciones mixtas? ¿Carecerán de derechos?
 

Quedan aún muchas más preguntas. Por ejemplo, para que un producto puede ser presentado como “Hecho en Estados Unidos” (o el país que fuera), ese producto debe tener cierto porcentaje de elementos de ese país, o ser ensamblado en el país. Pero no necesita ser 100 por 100 creado en el país. ¿Sucederá lo mismo con las creaciones mixtas? ¿Habrá porcentajes establecidos? 
 

¿Habrá derechos distintos según los productos sean “totalmente humanos”, o “totalmente sintéticos” o “derivativos”? ¿Y cómo harán los humanos para probar que son real y totalmente humanos? ¿Certificado de nacimiento? ¿Exámenes médicos? ¿Prueba de creatividad supervisada?
 

Aún más, si aceptamos que las creaciones de la IAG son realmente creaciones, ¿dejamos entonces de ver a la IAG y a la inteligencia artificial en general como meras herramientas a nuestra disposición para verlas como nuestros iguales (o rivales) en creatividad? Y otra cosa: ¿qué pueden los humanos crear ahora sin participación de algún tipo de tecnología?

Quizá el enfoque no es adaptar leyes del pasado al presente, sino crear un nuevo futuro en el que, independientemente de la tecnología, la capacidad creativa de la humanidad sea celebrada. 

El agua inmóvil y fría existe aunque nunca la hayamos visto

Se cuenta la historia (ficticia) de un joven que, tras vivir toda su vida en una pequeña aldea en la selva tropical, por algún motivo decidió salir a explorar el mundo y cuando regresó a su aldea dos años después explicó que había visitado un lugar en el que existía agua inmóvil y fría llamada “hielo”. 


Según la historia, sus amigos y familiares no le creyeron y hasta lo acusaron de mentir, porque, dijeron, ninguno de ellos en toda su vida jamás había visto agua inmóvil y fría. Y cuando el joven explicó que el “hielo” estaba en una zona que se llamaba “montañas” y en una época del año llamada “invierno”, en ese momento, ya no quisieron escucharlo.
 

Esta historia tiene una conexión directa con la famosa Alegoría de la Caverna que Platón comparte en su libro República. Un día, un prisionero logra salir de la caverna y comprobar la existencia de un mundo exterior. Por eso, decide regresar a la caverna y compartir su descubrimiento con sus antiguos amigos, pero ninguno de ellos cree lo que el exprisionero les cuenta. 
 

Más cercano en el tiempo y en la historia, se dice que Marco Polo, luego de regresar a Italia tras su famoso viaje a China, y luego de publicar un libro relatando esas aventuras, fue acusado de fraude y mentiras porque, según se creía en el siglo 13, no podía existir fuera de Europa una civilización tan avanzada como la que Marco Polo describía en su libro. 
 

Estos y muchos otros ejemplos similares de “verdades rechazadas” (como se las podría denominar) reflejan un fenómeno tan antiguo que ya la mitología griega lo incorporaba en la historia de Casandra, la princesa de Troya que tenía el don de la profecía, pero que también tenía una maldición, la de que nadie creyese lo que lo ella decía. 
 

Basándonos en estas distintas perspectivas (mitología, filosofía, historia), podríamos decir que los dos milenios y medio de la cultura occidental tienen como fundamento un continuo y constante rechazo a la verdad (sea como fuese que se presente o se la entienda) y que, como consecuencia, se crean narrativas e historias para perpetuar la mentira, la ilusión y la apariencia.
 

En nuestra sociedad, todos estamos tan encerrados dentro de nuestra caverna, de nuestra aldea o ciudad y nuestra cultura que creemos que los límites de nuestra experiencia son los límites de la realidad y que, por lo tanto, si alguien dice o hace algo distinto a lo que nosotros conocemos o experimentamos, esa persona debe ser considerada como mentirosa o demente. 
 

A la vez, todos aquellos que se animan a escalar frías montañas, a salir de su encierro para buscar otras luces, o a viajar a lejanos lugares del mundo (incluyendo el mundo interior), o, como Casandra, a ver al futuro, sufren de la misma maldición que sufrió Casandra: nadie les cree. Pero esa incredulidad no minimiza la verdad de la verdad. 
 

Quienes no ven el futuro nunca podrán escapar de su propio destino. 

 

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