Recientemente, por motivos conocidos solo por los desconocidos dioses que gobiernan los misteriosos algoritmos, comenzaron a aparecer en mis redes sociales cortos videos con un tema en común: discriminación y racismo. Pero el mensaje presentado en esos videos, lejos de solucionar ese grave problema social, apunta claramente a exacerbarlo.
En todos los casos se presentan variaciones de la misma escena: alguien es discriminado por su apariencia, su aptitud física o por la manera en que se viste y, como consecuencia, no se le permite a esa persona entrar a algún lugar o comprar algo. Luego se descubre que esa persona era en realidad el gerente del lugar, un millonario, o alguien influyente o muy bien conectado.
Y allí radica precisamente el problema de estos videítos: aparentemente, solo está mal discriminar a aquellos que, por su poder, autoridad o recursos, pueden defenderse a sí mismos e incluso imponer sanciones a quienes tuvieron actitudes racistas o discriminatorias.
En otras palabras, según estos videítos, la manera de evitar ser discriminado es alcanzar un escalón social por encima del discriminador, por ejemplo, acumulando una acaudalada cuenta bancaria, llegando a ser el dueño de la empresa, siendo familiar cercano de alguien poderoso y reconocido, o convirtiéndose en un “influencer”.
Sin embargo, una reflexión más profunda revela que, desde esa perspectiva, alguien podría creer que por tener mucho dinero, poder o influencia, eso le daría la oportunidad e incluso el derecho de discriminar sin reparos a quien quisiera. Y eso es exactamente lo que sucede en la vida real, como lo vemos y experimentamos casi todos los días.
Estos videos (y seguramente muchos otros similares sobre otros temas), lejos de elevar la consciencia de un problema real, proclaman que la razón por la que somos discriminados es que aún no hemos subido lo suficiente en la escalera del éxito como para que otros se vean forzados a aceptarnos o deban pagar las consecuencias de no hacerlo.
Aún peor, en muchos casos estos videítos presentan la discriminación en el contexto de alguien que intencionalmente oculta o enmascara su verdadera identidad para provocar ciertas reacciones y, aunque esas reacciones sean repugnantes e inaceptables, uno debe cuestionarse si el engaño es la mejor manera de desenmascarar la discriminación.
Debe quedar claro, entonces, que estos videos no son más que otro ejemplo no solo de mala información, superficial y dañina, sino de una profunda banalización de un serio problema social, con la única meta de lograr que las personas vean esos videos y, así, colectar “Me gusta”.
Nada nuevo. En la década de 1960, en su estudio sobre la banalidad del mal, la filósofa Hannah Arendt advertía sobre la peligrosidad de aquellos que actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen, pero que no reflexionan ni sobre esas reglas ni sobre el origen o las consecuencias de sus acciones.
Seguimos igual, o quizá incluso peor, porque, como lo explica Arendt, al trivializar el mal contribuimos activa o pasivamente al horror del mal, anulando así todo pensamiento y diálogo.