Tras más de 20 años de escribir estas columnas semanales, acumulando cientos de miles de palabras mal apiladas en búsqueda de sentido, no me faltan ni temas ni ideas sobre lo que me gustaría compartir. Pero cada vez me resulta más claro que el lenguaje me resulta se vuelve más y más insuficiente para expresarme. Y no soy el único que siente y vive esa nueva realidad.
Durante tanto tiempo (siglos, quizá milenios) hemos considerado al lenguaje como una mera herramienta, como una especie de puntero, para señalar lo que queremos decir que, al hacerlo, hemos desconectado al lenguaje tanto de nuestra realidad interior como de la realidad exterior, asumiendo que una y la otra existen (y no necesariamente como “interior” o “exterior”.)
Obviamente, no soy experto en lenguaje (ni, que yo sepa, en nada más). Pero me resulta innegable que el lenguaje (por lo menos aquellos lenguajes comúnmente usados y profundamente entrelazados con la sociopolítica actual) tiene cada vez más el aspecto de herramienta de creación de realidades limitantes que el de expansión de la consciencia.
La incesante creación de contenido superficial, banal, irrelevante y hasta peligroso, pero con un altísimo nivel de consumo, sólo genera la apariencia de información disponible y, como consecuencia, la apariencia de conocimiento (perpetuando así la ignorancia) y la apariencia de entretenimiento (perpetuando así el no pensar).
Y antes de que alguien asuma que me estoy excluyendo de lo dicho en el párrafo anterior, o que estoy subido a la metafórica columna de mármol y desde allí escribo, nada podría estar más apartado de la realidad. En el mundo actual resulta (casi) imposible librarse de recibir y consumir, mayormente de manera indeseada, una constante avalancha de insensateces.
En ese contexto, resulta (casi) inútil tratar de formular un punto de vista con el deseo de compartirlo para que, por medio del diálogo, surja un punto de vista aún más profundo y abarcador. Todo se reduce a “Esa es tu opinión” o “Eso ya lo vi en una película” o “¿En qué videíto lo viste?”
Las palabras se dicen o se escriben, pero están vacías. Son meros sonidos o líneas, pero ya no hay una mente (¿un alma?) que les sirva de fuente de inspiración para que generen inspiración. De hecho, tan vacías son nuestras palabras y tan sin sentido nuestro lenguaje, que hasta la inteligencia artificial puede generar la apariencia de decir algo, aunque nada se diga.
¿Para qué entonces seguir escribiendo? ¿No sería mejor darle una sugerencia a la inteligencia artificial para que en segundos escriba lo que nosotros no podemos, no queremos, o nos atrevemos a escribir? El problema, para que quede claro, no es la inteligencia artificial, sino nosotros mismos al delegar en un elemento no humano un elemento profundamente humano.
¿Por qué sigo escribiendo? Quizá por un sentimiento de nostalgia (literalmente, el dolor de ya no poder regresar). Quizá para no olvidarme de escribir. Quizá, para cuidar de mi mente y alma entre las letras, para leer la realidad entre líneas.