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Proyecto Visión 21

Tanto aprendimos a dudar de todo que, por no creer en nada, creemos en todo

El filósofo griego Aristóteles enseñaba hace unos 2300 años que para determinar si algo era real se necesitaban tres elementos: que nuestros sentidos estuviesen funcionando adecuadamente, que no hubiese perturbaciones u obstáculos externos restringiendo nuestros sentidos, y que otras personas tuviesen las mismas percepciones en el mismo contexto. 

Luego, allá por el siglo 15 de nuestra era, Nicolás Copérnico propuso que la tierra (y los otros planetas conocidos en aquella época) giraban alrededor del sol, o, más específicamente, un punto cercano al sol. Pero para muchos fue difícil aceptar el heliocentrismo debido a un gran obstáculo: Aristóteles.
 

Después de todo, si nuestros sentidos funcionan adecuadamente y si se trata de un día despejado, podemos ver al sol salir por el este y ocultarse por el oeste. Además, toda otra persona en circunstancias similares puede ver lo mismo. Por eso, siguiendo a Aristóteles, la única conclusión posible era que Copérnico estaba equivocado. 
 

Pero lo que la revolución copernicana nos enseñó no fue en dejar de confiar en Aristóteles, sino en dejar de confiar en nuestros sentidos. Dicho de otro modo, lo que antes parecía una garantía de realidad (“ver para creer”) dejó de serlo. Y había algo más: si Aristóteles, el gran filósofo griego altamente estimado durante la Edad Media estaba equivocado, ¿quién más lo estaba?
 

Allá por 1517, el monje alemán Martín Lutero ofreció su propia respuesta a esa pregunta: todos. La llamada Reforma Protestante, con Lutero como su máxima expresión, no significó sólo cambiar una doctrina por otra, sino dejar de lado 15 siglos de tradición religiosa. Dicho de otro modo, la tradición quedó desvalorizada como repositorio de verdad y sabiduría.
 

Ahora bien, si ya no podemos confiar en nuestros sentidos ni en la tradición, entonces, ¿en qué podemos confiar? Simplificando en exceso, podría decirse que, siguiendo a Lutero, cada uno de nosotros sólo puede confiar en sí mismo (la “salvación” es individual) y en nuestra capacidad de raciocinio. 
 

Pero allá por el siglo 17 Descartes, con su duda metódica, puso en duda todo nuestro conocimiento. Y en el siglo 19 y parte del siglo 20, Marx, Nietzsche y Freud, cada uno a su manera, nos enseñaron a sospechar de la racionalidad y de la (supuesta) verdad de la modernidad, como lo explicó Paul Ricoeur en 1965. 
 

Como si todo eso ya no fuese suficiente como para que todo nuestro entendimiento de la realidad y de nosotros mismos se derrumbase, Darwin puso en marcha el proceso de destronar al ser humano de la cúspide de la creación y la astronomía del siglo 20 nos removió del centro del universo al aceptar que la Vía Láctea es sólo una galaxia más, no el universo entero. 
 

Entonces, ¿en qué podemos “pararnos”? En nada. Pero eso no significar caer en un nihilismo trivial, sino que la actual situación es una invitación a desarrollar una nueva narrativa (cuántica), entendida como una historia compartida  de experiencias transmisibles y significativas. ¿Por qué? Porque la narrativa nos eleva por encima de la desorientación y la superficialidad. 

 

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