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Proyecto Visión 21

Se terminaron los grandes relatos y sólo nos quedan narrativas fragmentadas

Recientemente ingresé al gimnasio y, como lo hago todos los días, busqué en mi teléfono la aplicación que contiene el código de barras para marcar mi presencia en el gimnasio. Sólo que ese día la aplicación no se abrió. Al ver mi predicamento, la joven recepcionista, antes de que yo dijese nada, dijo: “Si usted no saber usar su email yo le enseño. No es difícil”. 

Preferí en ese momento ignorar su actitud claramente prejuiciosa y me trasladé a una mesa cercana para esperar que finalmente se abriese la aplicación. La joven recepcionista se acercó y me dijo que es normal olvidarse de cómo acceder al email o no saber cómo usarlo. Y repitió que ella me podía ayudar. 


En ese momento, finalmente apareció el código de barras en mi teléfono y, usando el aparato lector correspondiente, ingresé sin problemas al gimnasio. No le dije nada a la recepcionista porque, aunque siempre estoy interesado en reducir el nivel de prejuicios en el mundo, ese no era ni el momento ni el lugar para hacerlo. Pero, obviamente, sigo pensando en el tema. 


Al reflexionar sobre el incidente varios elementos quedaron claros. Y son los mismos elementos o modos de pensar (mejor dicho, de no pensar) que nos encontramos una y otra vez en nuestra vida, muchas veces sin reconocerlos. Por ejemplo, esta joven recepcionista (aunque su juventud no la excusa de su actitud) asumió que yo era el problema. 
 

En el contexto de narrativa terapéutica se utiliza con frecuencia la frase “La persona no es el problema. El problema es el problema”. De esa manera, se resguarda la humanidad de la persona y no se acude a ningún artilugio para disminuir la capacidad o la dignidad de esa persona, sin importar cuál sea el problema. Pero ese enfoque ya no existe en nuestra sociedad.
 

Por eso, la recepcionista en cuestión, sin ninguna base concreta para hacerlo, asumió que yo no sabía usar el teléfono en vez de entender (sin asumir nada) que la aplicación requirió más tiempo que el habitual para abrirse. Y eso lleva a otro elemento preocupante: creer que la tecnología, sea un teléfono inteligente o la inteligencia artificial, nunca se equivoca.
 

Esa confianza casi ciega en la tecnología y ese desmerecimiento encarnecido de la dignidad humana surgen, creo, de la sensación de desorientación en la que se vive en este mundo en constante cambio, entendiendo “desorientación” como la pérdida de sentido, es decir, tanto de dirección como de significado. 
 

En ese contexto, toda narrativa se fragmenta y el diálogo se vuelve imposible, dando así origen a la desagradable situación en la que, de antemano (es decir, pre-juicio) se “encasilla” y “cataloga” a los humanos en ciertas categorías y se deposita toda nuestra confianza en una tecnología “inteligente” con la que hemos aprendido a crear inútiles “obras de arte” con poca o ninguna creatividad. 

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