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Proyecto Visión 21

Siempre vivimos cerca del Leteo y bebemos su agua hasta saciarnos

Una manera de saber cuánto nos hemos olvidado del pasado es ver cuántos monumentos se erigieron para recordar lo que en su momento fue un gran acontecimiento. Por ejemplo, con la excepción de pequeños monumentos en Colorado y en Australia, prácticamente nada se construyó para recordar la pandemia que azotó el mundo a partir de 1918.

De hecho, se dice que a pesar de los millones de muertos en todo el mundo por la (mal) llamada “gripe española, hacia 1925 el caso había sido prácticamente olvidado y ese olvido parece haber sido una de las razones por las que el mundo, al enfrentar una nueva plaga (otra más en una milenaria lista) aparenta estar poco preparado. 

Pero no se trata solamente de habernos olvidado de un importante hecho histórico. Eso en sí ya es riesgoso porque la historia, como la vida, tiene sus vueltas y, por eso, olvidarse del pasado es perpetuarlo y repetirlo. 

Nuestro olvido va más allá de fechas, gobernantes y estadísticas. Es un olvido tan profundo que se vuelve irreconocible: nos hemos olvidado de nosotros mismos. Aún peor, nos olvidamos de que nos hemos olvidado. 

Por eso, no solamente no erigimos monumentos para recordar el pasado, sino que tampoco erigimos monumentos (o escribimos libros, o creamos arte) para comunicarnos con nuestro propio futuro. Como ya nos olvidamos de ser nosotros mismos tampoco sabemos lo que podemos llegar a ser y ni siquiera tratamos de comunicarnos con nuestro futuro ser. 

Platón, en su típica manera, lo describió con un mito al final de La República. Aunque mucho se habla en estos días del famoso mito (o alegoría) de la Caverna (también en La República), el Mito de Er me resulta más interesante, tanto por la historia en sí como por su inmensa influencia filosófica, teológica, psicológica y literaria por los siguientes 2400 años.

El lector interesado puedo encontrar el Mito de Er en el libro 10 de La República o puede fácilmente encontrarlo en línea. En su elemento más básico, Er muere en batalla y luego revive y cuenta la historia de lo que vio “al otro lado”. Y lo que cuenta Er es que cada uno de nosotros, antes de nacer, bebe el agua del río Leteo, el río de Olvido. 

Dicho de otro modo, nacemos habiéndonos olvidado de quienes somos y sin saber que nos hemos olvidado. Por eso, durante la vida, seguimos bebiendo del río del Olvido una y otra vez (lo llamamos diversión, educación, religión o el nombre que fuese), profundizando nuestro olvido existencial hasta el punto de no retorno.

Y luego, cada tanto, algo acontece que nos sacude y sacude la estructura misma de nuestro mundo, nuestra cultura y nuestra sociedad. Ese “algo” (una pandemia, por ejemplo), al revelar nuestra vulnerabilidad y fragilidad, nuestra nihilidad, puede potencialmente hacernos pensar que nos estamos olvidando de algo y llevarnos a recuperar lo olvidado.

De hecho, para los griegos, todo aprendizaje era un recuerdo. Y lo opuesto de Leteo es la aletheia, es decir, la verdad. 

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