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Proyecto Visión 21

Querer ser primero de nada vale si uno quiere ser también el único

Recientemente, de regreso a la casa, iba yo conduciendo por una transitada carretera en la que un grupo de camiones bloqueaba los dos carriles disponibles. Pero eso no le impidió a un conductor “apurado” ubicarse muy cerca por detrás de mi vehículo y, además de los desagradables gestos, intentar pasar, aunque no había ningún lugar para hacerlo.

Finalmente, luego de muchos kilómetros de viajar a velocidades relativamente bajas, uno de los grandes camiones pudo cambiarse de carril, creando además suficiente espacio para que yo también pudiese cambiarme de carril y, como consecuencia, para que el imprudente conductor que venía detrás de mí se alejase a muy alta velocidad.

Claramente, al hombre del otro carro le importaba una sola cosa: rebasar a todos los otros vehículos y salir de allí a toda velocidad. Para ese conductor imprudente, los otros conductores, o simplemente los otros, son, como diría Sartre, “el infierno”. 

Si todas las otras personas desapareciesen y, con ellas, sus vehículos, entonces la carretera quedaría vacía y el imprudente conductor podría conducir a la velocidad que él quisiera por el tiempo que él quisiera porque, en esas condiciones, él no solamente sería el más veloz, sino también el único. 

Pero ese paraíso en el que todos los otros desaparecen en poco tiempo se convertiría en un infierno porque, si el infierno son los otros cuando están presente, ese infierno es aún más palpable cuando todos los otros están ausentes. 

Supongamos por un momento que, gracias a un milagro o a una inesperada intervención del universo, el mencionado conductor irresponsable logra cumplir su deseo de ser el único en la carretera y, por lo tanto, no enfrenta ningún obstáculo para su deseo de circular a alta velocidad ni tampoco debe interactuar con otros conductores.

Si eso sucediese, ese conductor tendría toda la carretera sólo para él, pero ¿por cuánto tiempo? Supongamos que, por algún motivo, cayó un árbol sobre la carretera o un camión quedó atravesado sobre el asfalto, bloqueando todos los carriles. Sin “otros” que remuevan los obstáculos, el obstinado conductor poco podrá hacer.

¿Y qué pasará cuando se le termine el combustible de su vehículo y no haya nadie para ayudarlo a cargar gasolina? De hecho, no habrá nadie trayendo gasolina a la gasolinera. Ni habrá nadie abasteciendo a los supermercados ni prestando asistencia médica en los hospitales.

La idea clave de esos ejemplos es que, por más que no nos agraden los otros, no podemos vivir sin ellos. Sin “otros” en nuestras vidas ni siquiera hubiésemos nacido ni hubiésemos sobrevivido todos aquellos años en los que dependemos totalmente de que alguien nos cuide precisamente para sobrevivir.

Los “otros” son el “infierno” porque sin los otros ninguno de nosotros existiría. Creer que podemos deshacernos de los otros y seguir existiendo es una peligrosa fantasía propia del más peligroso nivel de narcisismo que lleva a la insolencia de creerse el mejor, el más rápido y el único. 

Si no reconocemos al otro en nosotros, tampoco jamás nos reconocemos a nosotros mismos. 

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