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Proyecto Visión 21

La razón sin sabiduría se convierte en la sinrazón del fanatismo

Hace pocos días, el 18 de junio de 2020, la Corte Suprema de Estados Unidos emitió un fallo permitiendo la continuación del programa de Acción Diferida por Arribos Infantiles (DACA). Dejando de lado toda cuestión política, ese fallo incluye un elemento que debe destacarse y analizarse: la separación entre la sabiduría y la razón. 

“La sabiduría de esas decisiones (sobre DACA) no es de nuestra incumbencia”, escribió John Roberts, presidente de la Corte Suprema. La determinación de la Corte, dijo Roberts, se basó en que el pedido del Poder Ejecutivo para terminar DACA no incluyó una “explicación razonada” de ese pedido. 

Aún más específicamente, Roberts insistió que las acciones del gobierno deben basarse “en razones” y en “procedimiento racional”, lo cual, claramente, no sucedió en el caso en cuestión.

No nos compete a nosotros (mucho menos dentro del reducidísimo espacio de esta columna) analizar ese dictamen (o cualquier otro) del máximo tribunal estadounidense. Pero debe quedar en claro que separar la sabiduría de la razón es, en el mejor de los casos, algo riesgoso y, más probablemente, algo muy peligroso. 

Como carezco tanto de la capacidad académica como intelectual de hablar sobre la Corte Suprema de Estados Unidos, abandonaré totalmente ese tema, pero antes mencionaré que el reciente fallo sirve de claro ejemplo de una de las raíces profundas de la actual crisis de significado: separar lo sabio de lo racional. 

Eso no significa, obviamente, que la sabiduría y la razón deben fusionarse y confundirse como si fuesen una sola “cosa”. No es ese el caso. Pero tampoco deben cercenarse una de la otra porque, aunque diferentes, coexisten y se retroalimentan constantemente.

El peligro de separarlas resulta claro: cuando la razón se desconecta de la sabiduría, el diálogo se transforma en argumento, el propósito de la vida se reduce a ganar argumentos y, en definitiva, los mejores argumentos triunfan, aunque carezcan totalmente de sabiduría. 

Y mientras que el sabio, precisamente por ser sabio, no habla, sino que escucha, el argumentador, preciosamente por serlo, no escucha, sino que habla. Pero no hablar para enseñar, educar o inspirar, sino para convencer, o, más estrictamente, para manipular ideas y voluntades en una cierta dirección. 

El problema no es nuevo. A esos argumentadores que se vendían al mejor postor para ganar argumentos y que dejaban de lado la sabiduría Platón los llamaba sofistas. No eran ni sabios (sophos) ni amantes de la sabiduría (philo-sophos), sino amantes de las apariencias (philo-doxos). Y ganaban mucho dinero por hacer lo que hacían.

Dicho de otro modo, cuando se separa la sabiduría de la razón, por más carente de sabiduría, de ética y de belleza que sea una idea o una propuesta, si su aceptación parece razonable, será aceptada. Y, la vez, por más sabia que sea una idea o una propuesta, si parece irracional aceptarla, será rechazada. Los ejemplos de esas dos posibilidades son incontables. 

Cuando abiertamente afirmamos que la sabiduría no es de nuestra incumbencia, ya hemos irremediablemente abierto las puertas a la sinrazón del fanatismo. 

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