A finales de septiembre de 2021, en algún lugar de Turquía, un hombre llegó al inicio de un camino para recorrer un bosque y se encontró con algo inusual: un numeroso grupo de personas estaba allí reunido para comenzar la búsqueda de alguien perdido en el bosque. Ante tal situación, el recién llegado se unió a la búsqueda.
Varias horas después, ni los rescatistas profesionales y los voluntarios habían detectado el menor rastro del hombre perdido. Para ese momento, las autoridades ya tenían detalles adicionales sobre el desaparecido: se trataba de Beyhan Mutlu, de 50 años, quien había ido al bosque con unos amigos para beber algo de alcohol, pero no había regresado.
Los voluntarios comenzaron a gritar “¡Mutlu! ¡Mutlu!”. Y entonces alguien (el hombre que había sido el último en incorporarse a la búsqueda) dijo asombrado: “¿Por qué me llaman a mí? ¡Yo estoy aquí con ustedes!”
En definitiva, Mutlu se había unido a un grupo de rescatistas que lo buscaban a él, sin que él supiera que lo estaban buscando y sin que los rescatistas supiesen que él no solamente no estaba perdido, sino que Mutlu estaba junto a ellos.
Esa es, creo yo, exactamente la situación de nuestro mundo y de cada uno de nosotros: estamos tan perdidos que ni siquiera sabemos que estamos perdidos y, por eso, nos unimos a nuestra propia búsqueda para encontrarnos a nosotros mismos en un lugar en el que no estamos. Y por eso pasamos horas buscándonos sin encontrarnos.
La situación se parece a aquella conocida historia del hombre que, de noche, está debajo de un farol agachado y buscando algo en el suelo. Llega un amigo y le pregunta qué le perdió. “Una moneda”, explica el hombre. Los dos entonces comienzan a buscar, pero sin encontrar nada.
“¿Dónde exactamente se perdió tu moneda?”, pregunta el amigo. “Como a una cuadra de distancia. Pero la busco por aquí porque aquí hay más luz”, responde el hombre.
Así estamos: buscando en un lugar (fuera de nosotros) lo que perdimos en otro lugar (dentro de nosotros). Y ni siquiera nos reconocemos a nosotros mismos en esa búsqueda. Tan perdidos estamos que no sabemos que nosotros nos estamos buscando a nosotros mismos.
Como lo sugirió Nietzsche (Más allá del bien y del mal, 146), nosotros somos los monstruos contra los que luchamos y nosotros somos el abismo que, cuando lo miramos, nos mira. Pero como no nos reconocemos a nosotros mismos ni en el espejo de la monstruosidad ni en el espejo de la profundidad abismal, seguimos separados, alienados, de nosotros.
Por eso, no importa cuántas más personas sumemos a la búsqueda, o cuánto recursos usemos o cuánta tecnología activemos: jamás nos encontraremos a nosotros mismos porque estamos buscándonos donde no nos perdimos.
En el caso del hombre turco, todo cambió cuando lo llamaron por nombre. ¿Qué pasa entonces cuando el universo o la divinidad los llama, nos convoca, por nuestro nombre? ¿Cómo responderemos? ¿Reconoceremos quizá que nosotros nos estamos llamando a nosotros mismos?