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Proyecto Visión 21

El ferrocarril mató al tiempo y la tecnología digital mató a la verdad

El 18 de noviembre de 1883, las compañías ferroviarias de Estados Unidos y Canadá adoptaron por cuenta propia un nuevo sistema de “tiempo” estandarizado que consistía en cuatro husos horarios (Este, Central, Montaña y Pacífico) para que todos los relojes dentro de cada una de esas zonas estuviesen sincronizados.

Dicho de otra manera, el ferrocarril mató el tiempo multidimensional y kairológico y lo redujo un tiempo unidimensional, mecánico y cronológico dentro del cual todos todavía estamos atrapados y que todo lo controla sin importar el tiempo de la naturaleza o el tiempo psicológico.

Ahora (pero comenzó a gestarse con su aparición comercial en 1991), la tecnología digital ha tenido un efecto similarmente mortal en otro elemento que antes era parte integral del ser humano: la verdad. 

La tecnología digital en general y más específicamente las redes sociales y los programas y aplicaciones que permiten crear “deepfakes” (algo así como falsificaciones realistas) han hecho que todo se convierta en opinión y que nada (ni la verdad, sea como fuere que se la entienda) haga que nadie cambie de opinión.

Debemos ser claros: ya no se trata de una situación relativista en la que cada uno tiene o cree tener su verdad, sino de que la verdad se ha vuelto irrelevante e innecesaria. 

Como dijo Shelly Palmer (reconocido experto en tecnología) en una reciente entrevista, la llegada de los deepfakes marca “el final de la verdad debido a que los avances tecnológicos han llegado al tal punto que “uno ya no puede distinguir entre lo que es real y lo que es falso”. 

A la vez, según Palmer, esa falta de distinción entre la realidad y la fantasía, aunque solidificada y promovida por la tecnología digital, no se basa en ninguna tecnología, sino en algo totalmente humano, es decir, la adopción acrítica de algún dogma o ideología.

Como bien sugiere el mencionado experto, de nada sirve proponer leyes para regular las nuevas tecnologías si la fuente de desconexión con la realidad (y, por lo tanto, con el tiempo y con la verdad) está dentro de cada uno de nosotros.  

Tanto hemos matado al tiempo que, tras cosificarlo y cuantificarlo, hemos reducido lo que antes era tiempo de estudio y de meditación (scholé, en griego) al “tiempo libre” que nos deja el trabajo, es decir, a un tiempo de descanso y recuperación de energías para volver a trabajar. Y ahora ese tiempo inicialmente ferroviario se ha computarizado, globalizado y digitalizado.

Y tanto hemos matado a la verdad (aletheia, en griego) que ya nada queda del des-velamiento y del des-olvido propios de la verdad existencia y todo se reduce a “Yo creo que…” y a la desagradable expresión “Estemos de acuerdo en estar en desacuerdo”, donde “Yo creo que…” debe entenderse como “No voy a pensar” y “estar en desacuerdo” como “No voy a pensar”. 

Pero ¿podemos vivir sin tiempo y sin verdad? Mejor dicho, ¿en qué nos hemos transformado al matar el tiempo y la verdad? ¿En asesinos de Dios, como decía Nietzsche? 

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