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Proyecto Visión 21

“Una pregunta: ¿cuál es tu espiritualidad?

En el contexto de una reciente e interesante conversación, mi inesperado interlocutor lanzó sin previo aviso una pregunta: “¿Cuál es tu espiritualidad?” No dijo “¿Cómo es (o está) tu espiritualidad?”, sino “cuál”, sugiriendo que en mi respuesta yo debería precisar cuál, entre muchas opciones espirituales, era la que yo había seleccionado para mi vida.

Pero en realidad, como quedó inmediatamente claro incluso antes de que yo respondiese (lo cual, dicho sea de paso, no hice), la pregunta no era una pregunta, sino una especie de examen o de prueba, para ver si yo sería o no aceptado como una persona digna de dialogar, dependiendo de mi “espiritualidad”. 

Dicho de otro modo, no fue una pregunta (porque no buscaba una respuesta que hubiese sido aceptada y respetada como tal), sino un cuestionamiento. Algo debo haber dicho o hecho en el diálogo antes de llegar a la pregunta mencionada como para que mi interlocutor se inquietase y dudase de mi espiritualidad. 

La pregunta me trasladó inesperadamente a la etapa inicial de mi vida cuando, en un contexto cultural y social muy diferente al actual, continuamente se analizaban, cuestionaban, criticaban y corregían mis infantiles creencias, en el doble sentido de creencias que yo tuve en mi infancia y creencias que se vuelven inaceptables cuando uno progresa en la vida.

En aquella época, pocos era mis conocimientos como para saber qué hacer y cómo responder al ser cuestionado sobre mis creencias espirituales por mis padres, o por los maestros o los dirigentes religiosos. Y ahora, con más experiencias y con algo más (no mucho) de conocimientos, todavía no sé cuál es la mejor manera de responder. 

¿Debo dar una respuesta detallada de las bases filosóficas, históricas y teológicas de lo que creo (asumiendo que yo las conociese, lo cual no es el caso)? ¿Debo fingir que estoy de acuerdo con el enfoque que la otra persona tiene sobre la vida espiritual, no por el deseo de ocultar mis creencias, sino para evitar un innecesario conflicto? 

¿Acaso debo ser directo y expresarle a la otra persona que yo sé que él o ella ya tomó la decisión de no aceptar mi vida espiritual (cualquier que fuere) porque no se ajusta exactamente a lo que él o ella creen y practican? 

O, como alguna vez me sugirió un buen amigo mío, ¿debo solamente sonreír y fingir demencia, calmada y cortésmente ignorando la pregunta?

Todas esas opciones son válidas y cada una de ellas ofrece sus varias ventajas. Pero ninguna de ellas me pareció adecuada, porque, como quedó dicho, no se trataba de una pregunta en busca de una respuesta, sino de una trampa para que, sin importar lo que yo dijese, mi respuesta convalidase las dudas sobre la “ortodoxia” de mi espiritualidad. 

La situación me molestó, porque reveló que las niñerías de mi niñez aún siguen presentes, varias décadas después, en aquellos que se creen con el derecho de cuestionar a otros sólo por no creer exactamente lo que ellos creen. ¿Quién, entonces, mantiene creencias infantiles? 

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